La concienzuda destrucción de un juez

Fernando Ónega
Fernando Ónega DESDE LA CORTE

OPINIÓN

10 feb 2012 . Actualizado a las 07:00 h.

N o necesito hablar con Baltasar Garzón para escribirlo: hoy es el hombre más triste de España. «Desolado», dijo su abogado defensor. Ha caído sobre él la peor calificación que se puede hacer a un juez: prevaricador. Y ha caído la sentencia más dura que podía esperar: once años de inhabilitación. Dada su edad, y aunque fuese declarado inocente en las otras dos sentencias que espera, esto supone su apartamiento definitivo de la carrera. En este tipo de condenas no caben ni los beneficios penitenciarios que pueden disfrutar los grandes delincuentes, ni las ventajas de reinserción que se ofrecen a los asesinos de ETA. Dicho en palabras impropias para el Tribunal Supremo, se lo han cargado. La noticia es esa que hace unos años hubiera sido increíble: la Justicia se ha cargado a Baltasar Garzón.

Personalmente, comparto la pena del juez. Siempre pensaré que Garzón podrá reunir todos los defectos del mundo; podrá cometer más errores que el resto de los mortales; podrá ser un engreído y haberse crecido en el pedestal de estrella que entre todos le hemos fabricado; pero no ha querido delinquir. Seguramente lo cegó el celo profesional, se dejó destruir por su empeño por desentrañar una banda de blanqueadores de capital y no respetó todas las normas, pero lo hizo con conocimiento del fiscal y aprobación posterior del juez Pedreira, que instruyó el mismo caso. Por lo tanto, si merecía ser condenado, pienso que merecía también por lo menos el humano beneficio de un atenuante.

Pero no solo no lo hubo, sino que la sentencia está redactada con máxima dureza. Sin una concesión. Sin un detalle de comprensión. Con términos que lo descalifican absolutamente y sin matiz alguno. El ponente ha puesto tanta contundencia en el texto, que se podría pensar que se excedió deliberadamente para no dejar lugar a la discusión. Hay incluso apariencias de ensañamiento, cuando se trata de situar a Garzón como juez de un régimen totalitario. Y no puedo evitar la sensación de algún regodeo; el regodeo de pensar que ya se podía vender la piel del oso cazado.

Esos son mis criterios, quizá condicionados por mi propia biografía profesional: he admirado tanto a Garzón, he elogiado tanto su valentía frente al narcotráfico y el terrorismo, le debo tantas instrucciones que desentrañaron la trama etarra, que me resulta difícil verlo expulsado de la carrera judicial. Nadie pasa tan pronto de héroe a villano. Pero tengo que estar equivocado, porque los siete jueces del Supremo han firmado la sentencia por unanimidad. No hubo ni un voto particular. Y no puede ser que siete de los jueces más respetados de España juzguen y voten con ojos ideológicos o deseos de destruir. El equivocado tengo que ser yo.