AYER me dio por sumar y, como si contara sílabas de versos, empecé a golpear la mesa con los dedos: meñique, uno; anular, dos; medio, tres; índice, cuatro; y pulgar, cinco. Cambio de mano. Contaba traficantes y no tenía dedos suficientes. Supongo que los traficantes de todo género han existido siempre, también los de género ilegal, que son los que contaba yo ayer. Pero nunca habían alcanzado -salvo, quizá, los mercaderes de esclavos- una cobertura global y una facturación tan gigantesca como la que despachan en nuestros días. Contaba traficantes y me salían: traficantes de droga -con ganancias superiores a las del petróleo, por sorprendente que parezca-, de armas -en auge creciente desde el derrumbamiento de la URSS-, de emigrantes -en pocos años, supongo, ya habremos superado las cifras del antiguo tráfico de esclavos-, traficantes de blancas y de no tan blancas -otro negocio multimillonario, y también esclavista, donde se comercia, además, con millones de niños-, traficantes de bebés y de críos en adopción, traficantes de órganos, traficantes de arte, de documentos y de antigüedades, traficantes de animales exóticos, traficantes de influencias y de pornografía infantil, y de... En fin, para qué seguir. Lo peor es que cada una de esas actividades genera mafias que se multiplican por el mundo entero, pudriendo cuanto tocan Lo peor, es que pueden lavar sus asombrosos ingresos en nuestros discretos, bienolientes y asépticos bancos, que lo saben todo o casi todo. Lo peor es que semejantes comercios existen porque alguien compra sus productos o usa sus servicios: tienen clientes, y esos clientes somos, precisamente, nosotros. Es falso que no podamos hacer nada. pacosanchez@lavoz.es