El cadáver imposible

EDUARDO CHAMORRO

OPINIÓN

06 ago 2006 . Actualizado a las 07:00 h.

ESTÁ muy bien que Washington cuente con un plan de transición política y económica para Cuba. Es lógico y normal tener un plan semejante, al que habrán dedicado sus esfuerzos un buen número de funcionarios, observadores, analistas y etcétera. Lo que no sería lógico ni tendría mucho que ver con lo normal es la confianza hipotéticamente depositada en ese plan. Washington es especialista en planes para la isla que acaban en naufragio. En realidad, la épica de un enfrentamiento a lo largo de décadas entre la nada y el todo, entre el grano diminuto y las posaderas inmensas, no tiene otro argumento que la incapacidad de la potencia para acabar con la minucia o, quizá mejor dicho, con el caudillo, jefe, líder o comandante de la nonada. Es una impotencia forrada de patinazos y meteduras de pata que dan crédito a las palabras con las que Fraga se refirió hace unos días al asunto: «Esperemos que nadie se equivoque en Washington, en Miami o en La Habana». En Washington, que es la capital más grande e importante de las mencionadas, hay una larga tradición en no acertarle al comandante, iniciada en aquella cumbre del fracaso que fue Bahía Cochinos. Claro que Kennedy nunca las tuvo todas consigo. Desconfiaba de los servicios secretos tanto como estos de él, y confiaba demasiado en su hermano Bob. Tampoco actuaba en su favor ser un presidente de nuevo cuño , novedad tan alejada de lo real como para poner a Richard Nixon años después en la presidencia. La crisis de los misiles la resolvió bien, sin embargo, con coraje y un suntuoso disimulo del riesgo que se corría si el duelo con Kruchev se iba al garete. Che Guevara contó que la resolución de la crisis enfureció a Castro de un modo casi vesánico, hasta hacerle reconocer, una vez calmado, que «si mi decisión hubiese prevalecido, podría haber estallado una guerra terrible». Kennedy tampoco tuvo tiempo para más, y en cuanto lo mataron, la muerte de Castro pasó a ser algo así como una de las obligaciones debidas a beneficio de inventario. Quizá por ello, el asesinato del dirigente cubano se convirtió en un motivo para los diseños extravagantes, los planes surrealistas y las truculencias más chafarderas. Apenas fracasado el intento de Bahía Cochinos se inició la contrata de una variopinta selección de pistoleros que fueron labrando poco a poco su camino al frenopático mientras Washington difundía el rumor de que Castro era el Anticristo cuyos pasos anunciaban la inminencia del Segundo Advenimiento. Aquella inminencia se fue prolongando hasta dar en la nada y entonces se entró en la grandilocuencia de suponer un submarino que bombardeara la isla surgiendo súbitamente de las aguas como si fuera el Kraken, o en el sigilo de hacer llegar a las barbas de Castro un unto o poción de sales de talio que lo dejaran lampiño. Esa maquinación se amplió luego a la idea de un regalo: un equipo de natación submarina impregnado, por encima del cuello, con un bacilo de la tuberculosis y, por debajo, con un hongo que le atacara la piel hasta matarlo. Todos aquellos planes fallaron, es decir, no hubo uno que no lo hiciera más fuerte. Por eso es tan importante que nadie se equivoque ahora.