De detectives, dinosaurios y fantasmas

La Voz

OPINIÓN

MUERE SIR ARTHUR CONAN DOYLE Pasa por ser el inventor del relato detectivesco, al que añadió una pareja pintoresca que lo hizo rico y consiguió que su «elemental, querido Watson» se mencionara tanto como el «ser o no ser, esa es la cuestión». Mucho más auténtico fue su invento de un género que podríamos llamar jurásico.

06 jul 2006 . Actualizado a las 07:00 h.

Hijo de un empecinado borracho y de una excelente cuentista, heredó de ambos un singular desequilibrio de talentos que no dejó de causarle algún que otro disgusto. Fue siempre un culo de mal asiento consigo mismo, y nunca solventó la esquizofrenia entre el escritor rico y famoso de las aventura de Sherlock Holmes y el creador de una obra seria y rigurosa. En mitad de tan crudo dilema, fue el autor mejor pagado de su época, y eso le permitió viajar, escribir lo que le dio la gana, cultivar la más alta excentricidad del espíritu y extraviarse en el consuelo de una amplia gama de manías y rarezas. Siendo estudiante de Medicina en Edimburgo, conoció a Robert L. Stevenson, el autor de La isla del tesoro, y a James Barrie, el padre de Peter Pan. Fue entonces cuando escribió su primer relato, The Mistery of Sassasa Valley, bajo la influencia de Edgar Allan Poe y Bret Harte, publicado en el Chambers Journal, donde también publicaba Thomas Hardy. Luego se embarcó en el ballenero Hope y en el vapor Mayumba, en los que aprendió a amar el Círculo Polar Ártico y detestar la costa occidental africana. Las cualidades recibidas de su madre se hicieron relevantes cuando el consultorio abierto por su hijo con el flamante título de doctor en Medicina bajo el brazo tardó en dar algo de dinero. La escasez se resolvió con una novela que le hizo famoso. Se titulaba Un estudio en escarlata, y era una aventura de misterio y acción resuelta por Sherlock Holmes y su amigo, el doctor Watson. No demasiados años después, Conan Doyle estaba harto de ambos y de considerarse a sí mismo como un autor puramente comercial e incapaz de algo realmente respetable. Era un hombre tan diligente a la hora de inventarse depresiones como a la de urdir consuelos no menos disparatados. Y así, con la memoria puesta en aquel Polo Norte que tanto le gustara y en aquella costa africana que tanto aborreciera, puso la imaginación en un doctor llamado Challenger al que envió a Sudamérica para descubrir una raza prehistórica y unos monos muy raros en una tierra de dinosaurios a la que llamó El mundo perdido, una novela llevada al cine varias veces, y emitida repetidamente por las cadenas de televisión antes y después del éxito del Parque Jurásico, que es su alma gemela, su descendiente directo y su copia más afortunada. Aunque el original no llevó mucho sosiego a su autor, abrazado a una vocación de autotortura moral de la que sólo le rescataba lo muy maravillosa que siempre le pareció su mujer, su segunda mujer, para ser exactos, y de la que se despidió con esa palabra: «Eres maravillosa», le dijo aquella tarde de un lunes, 7 de julio de 1930, cuando escapó del lecho en el que se moría de una angina de pecho, para morirse en el jardín, sentado bajo un rododendro y con un copo de nieve en la mano, tan raro en aquella época del año como los experimentos espiritistas en los que el moribundo consumió sus últimos años y buena parte de su fortuna con el único propósito de encontrar un modo de aclarar ciertas cosas con los muertos.