DECÍA el heterodoxo Miguel de Molinos que la chispa no salta porque dos relámpagos se unan, sino que dos relámpagos se unen para que salte una chispa. Reconozco y declaro que si algo consigo en la vida es gracias a la coincidencia de dos factores propicios: el hado y las hadas. Entiendo por hado la buena suerte, la casualidad favorable, y por hadas, las mujeres, todas las mujeres que a través de los años me favorecen. Un ejemplo; sólo un ejemplo para no empreñar: cuando yo era niño, en la inmediata posguerra, ejercía de alcalde en Vilalba don José Novo Cazón, un falangista admisible, lo que entonces quería decir mucho. Por otra parte, tenía una maestra de piano, Lolita Pérez, quien a pesar de su nombre digno de tebeo era una excelente profesora y virtuosa de las teclas, que de lo otro se le criticaba mucho porque iba por delante de nuestro tiempo. Ella me enseñó a tocar el piano, el otro me dio una beca, y saltó la chispa que me propulsó a Madrid primero y luego a París. Desde entonces ando sobre un rosario de albures halagüeños independientes de mis méritos, sencillamente porque en esta puñetera vida unos nacen con estrella y otros nacen estrellados. Mi reciente novela La pasión de Carolina Otero se debe a la conjunción de esos dos elementos. Por un lado, la existencia de un personaje excepcional, la Estrella de Valga, la Diosa del Suicidio o La Bella Otero, c omo se le llamó, y otro que yo haya encontrado por casualidad en Niza, cuando estaba en compañía de Antonio Saura y de Alejo Carpentier, un baulcillo con un tesoro inestimable dentro: su diario íntimo, escrito cuando tenía más de noventa años. Para mí fue chegar e encher, ordenarlo, ponerlo al día y publicarlo. Y mejor aún ahora. Meses después de publicar ese libro en Francia, recibo una carta del príncipe ruso Nicolas Trobetskoi. Me cuenta que cuando estaba vaciando su palacete de San Petersburgo que acababa de vender, se encontró un puñado de cartas de amor cruzadas entre Carolina y su abuela, la princesa Olga de Rusia. Se las venía a donar a Jean-Noël Jeannenay, director de la Biblioteca Nacional francesa. Este señor Jeannenay le dijo que un amigo suyo, Ramón Chao, había publicado una serie de cartas de la Bella Otero. El príncipe me pregunta en esa carta, recibida hace poco, si Ramón Chao es un seudónimo o mi nombre verdadero. En las investigaciones que él pudo hacer in situ, descubrió que nuestra embajada en Rusia les había facilitado generosamente a las dos amantes un intérprete, que en realidad era un agente del espionaje español, quien se enteraría mejor de ese modo de la política del zar. Suponía el príncipe Trubetzkoi que yo estaba al corriente de esas actividades propias de la Mata-Hari, pero inéditas en el caso de nuestra paisana. Le contesté con una frase de Jorge Luis Borges en la que éste explica la reversibilidad del tiempo, y que de ser así, el que había usurpado mi nombre fue él, como buen espía. Jean-Noël Jeannenay me confirmó la respetabilidad del príncipe, y me confirmó que hace menos de un año le entregó un montón de cartas que están repertoriando y clasificando. Es decir, que me allanan el trabajo, y no me quedará más que escanear y publicar.