Sartre

| IGNACIO RAMONET |

OPINIÓN

15 mar 2005 . Actualizado a las 06:00 h.

CON MOTIVO del centenario de su nacimiento, se acaba de inaugurar en la Biblioteca Nacional de París una gran exposición consagrada a Jean-Paul Sartre (1905-1980), sin duda el filósofo más influyente de la segunda mitad del siglo XX. Para mí fue un autor capital. Lo leí desde muy joven. Debía tener unos trece o catorce años cuando en la librería des Colonnes de Tánger compré Le Mur (El Muro), una edición de bolsillo con tapa ilustrada en colores verdosos donde una enorme mano arañaba una pared de cemento, y las uñas dejaban dramáticos surcos¿ Este libro, como se sabe, reúne cinco relatos cortos. El primero de ellos - El Muro , que más bien debería llamarse El Paredón - da el título al conjunto, y cuenta un episodio de la Guerra Civil española en el que tres hombres van a morir fusilados. Sartre lo escribió en 1939. Era su segundo libro de ficción después de La Náusea, que había publicado el año anterior. Con estos dos libros, y luego durante la ocupación de Francia por los nazis, con sus populares obras de teatro ( Las Moscas y A puerta cerrada ) se hizo célebre, antes incluso de que su ensayo filosófico principal, El ser y la nada , editado en 1943, fuese leído de verdad. Al finalizar la guerra y hasta el final de los años 1970, Jean-Paul Sartre se convirtió en el filósofo central del pensamiento francés. Su teoría del existencialismo lo invadió todo, hasta convertirse en una moda parisina con sus jefes de fila, el propio Sartre, claro, pero también Albert Camus o Maurice Merleau-Ponty, sus revistas como Les Temps Modernes , sus cantantes como Juliette Greco, sus lugares míticos como el café Flore y el barrio Saint-Germain-des-Près, etcétera. Para cualquier joven inquieto de los años 1950, en que empezaron las grandes luchas anticoloniales y la emancipación de los pueblos del Tercer Mundo, Sartre era una referencia ineludible. «El ser humano está hecho de libertad -decía-, la libertad es el tejido de la existencia humana». Él desarrolló y afinó, después de Gramsci, el concepto de «intelectual comprometido». Y lo llevó a la práctica. Luchó contra el antisemitismo, denunció los campos de concentración soviéticos, defendió a los estudiantes en mayo del 68, condenó la intervención soviética en Checoslovaquia y rechazó el premio Nobel de Literatura. La primera vez que lo vi, a principios de los años 1970, iba él caminando con Simone de Beauvoir por el boulevard Raspail, cerca del café Dôme, en Montparnasse, una mañana de primavera. Ella lo sostenía por un brazo, porque había sufrido un ataque y estaba casi ciego. No podía leer ni escribir. Se detuvieron en el quiosco de la esquina donde estaba yo consultando la prensa. Simone se acercó a comprar el diario Liberation, que se acababa de fundar y en el que yo colaboraba entonces. Estuve un momento mirando a Sartre en carne y hueso. Aunque estábamos en junio, iba muy arropado, envuelto en un enorme chaquetón forrado de falsa piel. Era un hombre cabezón de diminuta estatura -debía medir muy poco más de un metro y medio-, de fealdad legendaria, con unos espesos lentes ahumados que le devoraban gran parte del rostro y dejaban percibir el terrible estrabismo de su ojo derecho, y una dentición desbaratada, casi grotesca, muy marcada por decenios de humo de cigarrillos y de pipa. Le dije, con una sonrisa de admiración y de ternura: «Buenos días, señor Sartre». Moviendo la cabeza de la manera insegura como hacen los invidentes, trató de localizarme, me dijo con su bella voz de timbre metálico y viril (principal arma de seducción junto con su inteligencia): «Buenos días, joven». Y llevando a sus labios el cigarrillo Gitane (sin filtro) que llevaba en su mano derecha, tendió ésta al vacío, un poco al azar, para que se la tomase y apretase entre las mías. Se alejaron. Me quedé meditando. Recordando aquella anécdota de un poeta español que, en París, había estrechado una vez la mano de Verlaine, a quien tanto admiraba y que, para no borrar jamás ese recuerdo, decidió no lavarse las manos nunca más.