EUROPA es una realidad conocida desde hace mucho tiempo. Somos, ciertamente, beneficiarios de una «herencia cultural, religiosa y humanista». Detrás de estos adjetivos hay una historia de siglos, mucho más amplia y compleja que la que proporciona el horizonte de unas decenas de años, sobre las que se atrae la atención de los ciudadanos, con motivo del referéndum del próximo día 20. Ante la campaña que se está desarrollando parece que resulta imprescindible exhibir credenciales de europeísmo. Mis vivencias se suceden a lo largo de ya no pocos años, desde que me asomé por primera vez a Alemania y descubrí el Rhin, por donde circula tanta riqueza. Conviví con universitarios en el Reino Unido. Participé en reuniones científicas y académicas en Francia, Italia, Países Bajos, Austria... Escribí sobre la absurda y dramática -ahistórica- división de Europa, impuesta por la cortina de hierro de una incomprensión totalitaria. Qué razón podría esgrimirse para reducir Europa a unos cuantos países -entonces Comunidad Económica Europea-, alguno de ellos, como Alemania, ni siquiera completo. Golpeaba desde Praga, cuando no estaba francamente abierta al turismo occidental, que no fuera Europa, como Múnich. Tuve la oportunidad de seguir los pasos de lo que hoy es Unión Europea en la sede de Bruselas, siendo embajador Ullastres, que realizó una extraordinaria labor en tiempos políticamente difíciles, y con ocasión del acuerdo preferencial promovido por López Bravo, económicamente muy beneficioso para los intereses de España. Todavía antes de la incorporación de España a la Comunidad europea, participé como parlamentario en reuniones europeas varias, como una celebrada en Turín para un proyectado grupo de euromoderados . Cuento entre las vivencias más emotivas, la vibrante alocución de Juan Pablo II en la catedral de Santiago: «Europa, sé tú misma», recordando sus raíces cristianas, ahora silenciadas en el preámbulo de la Constitución. Y en esa línea, cómo no celebrar la bandera de la Unión, que recoge las doce estrellas de la corona de la Virgen, según la alegoría del Apocalipsis. He estudiado el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, incluidos los protocolos, así como la muy discutible sentencia del Tribunal Constitucional. Con todos esos antecedentes, me atrevo a enjuiciar el referéndum. Es evidente que no va a influir en la ratificación del Tratado. El sí está garantizado en el Parlamento, con el compromiso mayoritario de los partidos políticos, según las reglas de una democracia representativa. El sesgo partidario con que se ha presentado el referéndum se ha erigido en obstáculo innecesario para una respuesta afirmativa. El respaldo a una Constitución para Europa habría de corresponder a la alegría de su himno. Tal como transcurre el proceso, está contribuyendo a que la vivencia resulte, más bien, negativa.