Puntualizaciones

OPINIÓN

06 oct 2004 . Actualizado a las 07:00 h.

INICIAR la revolución de la vida cotidiana, haciéndola excelente, es una exigencia ineludible para quienes no se conforman con lo que hay, para quienes no están satisfechos con una sociedad baja de moral. La ruptura de la mediocridad es una necesidad si el objetivo es la calidad, la obra bien hecha, el interés general. No basta con hacer las cosas de cualquier manera, hay que hacerlas lo mejor posible. Por eso no puedo pasar por alto tres hechos de estos días. El primero se refiere a la reordenación del tráfico en Betanzos y la peatonalización de su casco antiguo, que merecen mi aplauso y, por tanto, mi felicitación al concejal del BNG que las hizo posible. No entiendo la crítica por la crítica de algunos políticos de bajo vuelo. Ambas medidas eran una necesidad urgente para proteger ese hermoso patrimonio histórico y humanizar la convivencia. Por el contrario, no salgo de mi estupor ante la decisión del alcalde de A Coruña de publicar a toda página en diferentes periódicos -con el dinero de todos- su agradecimiento a la ministra de Fomento por desbloquear el tema del puerto exterior: ¿Pero no fue ella la que lo bloqueó? ¿Cómo se atreven a vendernos como un logro lo que no es más que una restitución? Cambiando de tercio, el sábado se informaba de un niño inglés al que los médicos querían «practicar la eutanasia» y sus padres se oponían. Yo sólo quiero clarificar los términos, una vez más. La ambigüedad, deliberada o fortuita, no contribuye al rigor. Una cosa es dejar morir y otra muy diferente matar. La intencionalidad en moral es un elemento nada superfluo. Una cosa es no iniciar o suspender un tratamiento de soporte vital cuando ya no sirve de nada (eutanasia pasiva: retirada del respirador) o aplicar una terapia para controlar el dolor aun sabiendo que estamos acortando la vida de la persona (eutanasia activa indirecta: morfina) y otra muy diferente buscar deliberadamente acabar con la vida del paciente (eutanasia activa directa). Las diferentes corrientes morales no encuentran reparos para los dos primeros supuestos, mientras que tal consenso no existe para el tercero y, de ahí, el actual debate. No hay obligación de hacer todo lo técnicamente posible para mantener con vida a una persona; al contrario, pues podemos provocar un auténtico encarnizamiento terapéutico. El desencuentro (como tantas otras veces) entre médicos y familiares debería haber permanecido en la intimidad.