22 sep 2004 . Actualizado a las 07:00 h.

LA ESCISIÓN del PP todavía puede evitarse, pero la herida abierta en el liderazgo de Fraga tiene un diagnóstico irreversible. Las pretensiones políticas de José Luis Baltar se reducen a un reparto más ventajoso de la tarta política del PP, que, por ser de inspiración localista y aldeana, también deja muy claro el modo de darle plena satisfacción: se le da más poder, o más dinero, o más cargos para sus amigos, y se extinguen de un plumazo todos los ideales de tan burda revolución. Pero Fraga, sometido a un abierto chantaje, se encuentra ante un dilema irresoluble. Porque si cede a las presiones de los ourensanos se convierte en una marioneta en manos de los barones provinciales, y si no cede, su derrota electoral parece inevitable. Lejos de proponer otra forma de hacer política, o una nueva visión del país, o la creación de un poder autónomo, lo que pide Baltar es una exacerbación del clientelismo político que caracterizó la etapa fraguista. Y, lejos de apuntar hacía la creación de una nueva estructura de partidos, más plural y progresista, sólo persigue un control más estricto del poder caciquil que favorece los intereses de sus fieles y hace inviable la realización de políticas eficientes. Por eso se quivocan los que empiezan a soñar con un hipotético tripartito que desaloje a Fraga de Rajoy, o los que ven en Baltar a Franqueira resucitado. Porque el único modelo de este golpe de mano es el ya olvidado Victorino Núñez, y su única pretensión real es la recreación de aquella burla llamada Centristas de Galicia que, convertida en aliada natural e inseparable del fraguismo, sólo aspira a aumentar la cuota de botín que exigen los ourensanos. Para mí es evidente que para este viaje no hacían falta alforjas, y que, para conseguir tan magros resultados, no valía la pena poner al borde del abismo a las tres hipótesis sucesorias del PP: a Fraga porque deja de ser la solución y pasa a ser el problema; a Alberto Núñez porque le adelanta la jugada de una herencia para la que aún no estaba preparado, y a Cuíña porque lo convierte en el tapado de una operación ramplona y personalista que sólo sirve para amolar a todo bicho viviente. Lo único que logra Baltar es crear una oportunidad de oro para la oposición nacionalista y socialista, a la que sólo le falta medir la jugada y chutar a gol. Si el PP se jactaba de tener un candidato fuerte y aglutinador en la persona de Manuel Fraga, lo que deja tras de sí la rebelión de Baltar es un líder débil y envejecido al que se le desmorona su proyecto personal y político, y que, apegado al poder con tenacidad casi dramática, no supo evitar que su colapso personal sea también el colapso de su partido.