POR UNAS reformas necesarias, durante días tuvimos obreros en casa. Al caos con el que se cuenta ya en casos así, tuve yo que hacer una notable contribución bajando los libros del mueble de la biblioteca, porque había que desplazarlo de su sitio. Fui colocando aquí y allá, apilados en falso equilibrio, los cientos de libros que con el paso de los años se han ido incorporando a la vida familiar. La operación me resultó menos penosa de lo que podía suponer, consolado en todo momento por la idea de que, por fin, podría ordenarlos como es debido cuando el mueble volviese a su lugar. Se acabaría, pues, el perder una hora buscando inútilmente un libro que tiene que estar, pero nunca se sabe dónde. A las áreas ya establecidas -una para novela, otra para poesía, teatro, ensayo...- añadiría una nueva para esos libros que se compran y se van quedando sin leer. Por experiencia sé que uno acaba teniendo con ellos una relación íntima, como si realmente los hubiese leído. En todo caso, allí estuvieron los libros durante días codo con codo con los sacos de cemento, azulejos y tuberías. Kafka, al lado de una paleta y una llana. Juan Ramón Jiménez, al lado de la masa de cemento fresco... La literatura, el campo sin límites de la imaginación, alternando con materiales de la realidad más ruidosa y polvorienta. Allí estaba representada, metafóricamente, la pugna que realidad y fantasía vienen librando en la cabeza del ser humano. Y que se agudizó notablemente desde que se escribió El Quijote, pues nunca más tuvimos ya claro lo que era o no era real... Pero hoy me interesan más esos dos chicos que se encargaron del arreglo. Uno, albañil; el otro, fontanero. Proceden de la ya extinta Formación Profesional. Se les nota, y para bien. No sé si agradecer más su buen aspecto y su corrección, que su competencia profesional comprobada paso a paso. Los veo trabajar, cuidadosos, concentrados, y pienso en los valores de aquella FP en vigor hasta hace unos pocos años. Los buenos alumnos de los que escogían este tipo de enseñanza salían de los centros educativos con los cimientos básicos para acercarse a las Letras y a las Ciencias, y con el dominio técnico y práctico de una profesión. Que no era poco. Me llama la atención la tranquilidad con que hacen su trabajo. Es cierto que mi torpeza crónica para los trabajos manuales me hace admirar, quizá exageradamente, a aquéllos que son capaces de hacer con las manos algo útil o bello, o las dos cosas a la vez. Lo cierto es que se van, cada noche, cansados, pero con la satisfacción de comprobar que el trabajo que han estado haciendo sirve para algo y tiene una utilidad inmediata: el grifo echa agua y el azulejo queda bien frisado. Justo lo contrario de lo que ha sentido cada uno de los autores de esos libros amontonados en el suelo. Siempre con la inseguridad de si lo que ha escrito vale o no para algo -como confesaba hasta el mismo Borges-, de si interesará a alguien, si tendrá que esperar cien años para que le reconozcan la calidad de su trabajo... Lo de estos chicos es mucho más inmediato y, por lo tanto, más gratificante. Me alegro por ellos, por la forma con que se dignifican a sí mismos haciendo bien su trabajo; porque han dejado muy atrás a aquel albañil que tarareaba el porompompero por la comisura de la eterna colilla. Estos no confunden a García Márquez con un futbolista, están al tanto de lo que estudian sus hijos y tienen muy claro que, en la vida, uno vale mucho más por cómo es que por lo que es . Para nota.