Alquitrán

SUSANA FORTES

OPINIÓN

29 nov 2002 . Actualizado a las 06:00 h.

EN LA PANTALLA del ordenador contemplo la franja de fuel del Prestige que tiene la forma de una soga gigante. Es una fotografía satélite que acaba de enviarme mi amigo Alfonso Armada desde Nueva York. Mientras hablamos por teléfono, tratamos de sacudirnos el gasóleo de la memoria. Recordamos que contra la torre de Hércules se fueron ya dos petroleros, el Urquiola y el Mar Egeo . En 1987 naufragó el Casón atestado de productos químicos. Antes fue el turno del Polycomander en la Ría de Vigo. En la retina, las imágenes de las playas teñidas de negro carbón. No se trata de una maldición biblíca ni es una catástrofe natural, sino un delito con responsabilidades humanas muy concretas. Mientras damos rienda suelta a nuestra indignación, una amenaza de miles de toneladas de crudo se cierne sobre todo el litoral gallego. En Fisterra el mar escupe negro. Y el viento sopla con rachas de marejada a fuerte marejada. Muchos peregrinos laicos de todo el mundo hemos ido alguna vez en nuestra vida a Fisterra para contemplar las brasas del sol desde el faro y por un momento nos hemos sentido parte del horizonte salvaje que se abre al pie de los acantilados. Recuerdo haber practicado esa liturgia pagana a la edad en que la pasión por naturaleza empieza a construir el alma por dentro. Es un rito que se inicia con las primeras acampadas libres. Merendábamos pan y sardinas frente a la torre de las ópticas de fuego. Entonces todos queríamos ser fareros porque pensábamos que era un oficio de poetas. Horas y horas de silencios vanos que el mar destruía a cada instante. Entendí de pronto por qué todos los marineros hablan a voces o no hablan. Las palabras las elige siempre el océano y, aunque sabemos cómo va a sonar el oleaje, existe siempre una sorpresa esencial que modula el viento. El aire así batido ensancha el ánimo con sus embates y concede carta de naturaleza. Había una taberna cerca del faro. No sé si todavía sigue allí. Por una de sus ventanas estuvimos viendo pasar bandadas de cormoranes y alcatraces que surcaban el atardecer hasta que llegó la noche. Alguna vez he vuelto, no muchas, pero eso nada importa. Lo que cuenta es ese bautismo inicial. Desde entonces me considero peregrina de una noche, no de un apostol, ni de un dios. Peregrina del mar más bello y sentenciado de toda la península. El Atlántico sigue rugiendo ahora contra el faro, embroncado, con un bramido temible, pero no es el culpable de esta plaga de alquitrán. Todos los pescadores conocen su ley desde tiempos inmemoriales y saben que no se puede escupir contra el viento. Que el mar siempre devuelve lo que no es suyo. Esta vez, nunca más.