CONOCIMIENTO

SUSANA FORTES

OPINIÓN

17 may 2002 . Actualizado a las 07:00 h.

Todos hemos pasado por eso alguna vez, aunque no todo el mundo lo recuerda nítidamente. Es un estremecimiento secreto, una corriente magnética en el espinazo, a veces parece un presentimiento porque va acompañado de un desasosiego inexplicable, pero en realidad se trata del calambre que precede a ese instante que los adultos llaman uso de razón. Lo recuerdo muy bien. Fue un día al principio de una primavera. Había llovido y todo el jardín trasero de la casa donde vivíamos entonces relucía como recién esmaltado. Iba a recoger la bicicleta que había dejado olvidada a la intemperie, cuando de pronto, entre las hojas de un rosal, vi algo que provocó en mi una clase de exaltación tan especial que individualizó aquel momento, separándolo y distinguiéndolo para siempre de los miles de imágenes con las que más tarde fui completando el álbum de la infancia. El prodigio al que me refiero no era el capullo de ninguna flor, ni los colores del arco iris, ni una libélula de alas transparentes, sino una tela de araña. Estaba punteada por minúsculas gotas que formaban una gargantilla de luz, los hilos centelleaban todavía con el temblor de la lluvia. Del centro de la malla pendía una hebra finísima y en su extremo se balanceaba un animal con las patas de color azafrán y el lomo levemente abombado. Las arañas nunca me habían sido simpáticas, seguramente porque a diferencia de los ciervos indefensos, las ardillas de ojos melancólicos y los elefantes como Dumbo, ellas no formaban parte del universo mitológico de Walt Disney. Pero aquella muestra de precisión geométrica me pareció muy misteriosa y necesité entenderla. Permanecí unos minutos paralizada por un chispazo de curiosidad infantil, contemplando aquella sofisticada trampa sostenida en el aire en la que había caído un abejorro de oro, y que, bien mirada, era un universo en miniatura con todo su palpitante proceso de esfuerzo, conflicto y muerte. Claro que entonces no lo pensé. Puede que fuese una niña observadora e imaginativa, pero no era una superdotada. Además lo que yo trataba de entender en realidad no era algo de una naturaleza cognoscible sino fascinante y turbadora. Hay un momento en que aprendemos a nombrar las cosas por primera vez, como si nunca antes las hubiésemos visto. Es el instante en el que atisbamos la vida: una araña, la luz después de la lluvia, cierto sentimiento de inquietud. Todo como naciendo al mundo y siempre a punto de quebrarse. Son visiones que nos costruyen el alma y, aunque a veces no podamos recordarlas, están ahí, en un pliegue secreto del cerebro, segregando el hilo de plata que nos sostiene en el aire.