Era y estaba mayor cuando la conocí en una residencia para ancianos de un pueblo cercano a Madrid. Se había puesto carmín y aupado en toda su coquetería para recibirnos. Su memoria se balanceaba pasando de los recuerdos a la fantasía. Pequeñita, de buenas hechuras y educadas maneras era, había sido, una muñeca, como ella misma recordaba. Este mes de enero habría cumplido cien años, por eso Galicia la recuerda. Nació en Viveiro y pasó en Tui los mejores años de su infancia. Al contrario que su hermano el gran escultor Cristino Mallo, ella, Maruja, se consideraba moderadamente gallega, acaso por su vocación universal de ciudadana del mundo. En realidad Maruja había elegido ser de Madrid y de Buenos Aires, dos ciudades que la cautivaron y marcaron su obra plástica y su vida. Cuando ya la muerte era una certidumbre muy próxima, reivindicaba livianamente su origen gallego y se sentía invadida por una suerte de morriña que se posó definitivamente en su mirada. Pepe de la Torre, el último caballero del libro español en las dos orillas del idioma, me obsequia con un bellísimo libro editado por Losada en Buenos Aires en el año 42. Titulado sencillamente Maruja Mallo contiene ese raro ejemplar cincuenta y nueve grabados en blanco y negro y nueve láminas, preciosas láminas, en color, además de un extraordinario estudio introductorio de Ramón Gómez de la Serna. Regalo de mi viejo y querido amigo Pepe, es un homenaje a toda una vida dedicada a la pintura donde la amistad es un valor supremo. Pepe tiene en su haber muchas horas de conversación con esa estrafalaria mujer que fue Maruja Mallo. En las conversaciones referidas yo sentí la voz y la palabra de Maruja que, como bien decía Ramón, «allí estaba la autora, pequeñita, con ojos de lince, la cabeza como una veleta de giros rápidos, apretada la nariz a la barbilla como un pájaro orgulloso de su nido de colores». Así la vi yo cincuenta años más tarde. Fue Ortega con la Revista de Occidente y la Exposición del 28 quien dio el espaldarazo a la obra de la Mallo. En el 32 se va a París y expone en la sala Pierre; luego vendrán Londres, Nueva York, Montevideo, La Habana, México, Buenos Aires, y en su vida el cruce de afectos con Picasso, Neruda, Alberti, Dalí, Giménez Caballero, Federico, exilio y vida. Pintora de obra muy reducida, maestra de la cerámica, reinventora de una forma de retratar «se dedica al retrato integérrimo, va a enfrentarse con los fantasmas a la luz del día», señala Ramón. Padeció el silencio y el olvido hasta que por fin su obra fue recuperada. Galicia, que le concedió en vida la medalla de oro de la Comunidad, organizó una recordada exposición antológica en el Museo de Arte Contemporáneo. Galicia le devolvió la identidad perdida a una persona que en los últimos años de su vida, recordaba su tierra de nación en las campanas y en la cadencia de la lluvia. Era una vaga sensación que sonaba muy lejana, acaso regresaba a los primeros días de su vida cuando el pasado siglo comenzaba y a los sonidos del convento de las monjas que hay cabe su casa vivariense. Ese campanín alegre que toca las medias y señala vísperas y maitines sonó para ella y también para mí en aquella tarde madrileña llena de desmemoria.