ÚLTIMAS PALABRAS

La Voz

OPINIÓN

EDUARDO CHAMORRO LA PENÍNSULA

30 ene 2002 . Actualizado a las 06:00 h.

«Te quiero». «Viva Iria Flavia». Tales fueron, según dicen, las últimas palabras de Camilo José Cela, y parecen de resonancia demasiado doméstica y privada, y de no mucho vuelo en alguien que durante toda su vida -o buena parte, en lo que se me alcanza, al menos- coleccionó con puntualidad y regocijo una copiosa manda de esquelas sólo comparable a la que con similar rigor acumula Moncho Mimí en sus archivos de O Grove, y de la que siempre promete una selecta antología. Hay quien estima como arte del carácter éste de atinar con unas palabras cuya vibración se prolongue más allá del eco de la paletada última, y cuya densidad supere en más de un concepto la del cráneo de Yorick en las manos de aquel príncipe de Dinamarca que fue «un noble corazón». Otros lo consideran, más bien, ciencia de la previsión, que consiste en aprovechar todo lo conocido de la vida para preparar una ejemplar vuelta de tuerca en el momento siempre desconocido de la muerte. Y hay quienes ven estas cosas como más bien de otra época en la que las palabras valían porque sabían medirse. Puede que tal haya llegado a ser el caso, pues no parece que los maestros sepan muy bien qué hacer con ese tipo de frases a la hora de sacarles punta en bien de la educación de sus alumnos. En mis tiempos sí se hacía, de modo que no era raro que nos pusieran a reflexionar sobre los últimos momentos de Goethe y aquello de «¡Luz, más luz!» que parece que dijo. O sobre la musitación postrera de Juliano, el Apóstata, doblado por la espada con la que ganó su muerte, ya que no su última batalla: «Venciste, Galileo», aunque incluso Paul Jonhson, católico belicoso, intelectual algo atrabiliario y excelente columnista, tiene esa frase por apócrifa. Guardo recortada una columna suya publicada en el Spectator del 25 de marzo de 1995 (cuando Johnson tenía sesenta y siete años, ahora debe de andar por los setenta y cuatro, si no me equivoco), en la que sugiere las prevenciones que debería adoptar cualquiera que se ponga a pensar en el sonido de las últimas boqueadas. Johnson es un periodista de toda la vida, así que cuando decidió escribir sobre ese tema, no dudó en consultarlo con enfermeras que tuvieran experiencia geriátrica y en el tratamiento de enfermos terminales. Ellas le informaron de que los ancianos «mueren en silencio o mascullando incoherencias. Si se identifica una palabra, es una interjección o una obscenidad». La conclusión de Johnson es que, siendo así las cosas, cualquiera que pretenda morir memorablemente debe preparar esas últimas palabras junto con el testamento. Morir amando Quizá eso es lo que hizo Cela. O quizá el hombre dado al exabrupto y el improperio quiso darles un corte de mangas a las enfermeras y a los ancianos en general, y decidió morir amando y dando vivas, que tampoco es mala muerte. Todo eso sin que deje de tener su sentido la posibilidad de que se trate de una costumbre de otra época, esa de entregar el espíritu diciendo algo que se entienda sin que sea una obscenidad. Las épocas pasadas suelen ser siempre más teatrales, sobre todo en la medida en que tendemos a percibir o a visualizar sus episodios cruciales en viñetas que, sin ser conscientes de ello, vestimos a nuestro antojo. La gente de esas épocas iban más al teatro que nosotros, y por eso sacaban un mejor partido de lo mucho que les gusta a los actores interpretar la llegada de la muerte, eso que Henry James anunció a quienes le rodeaban en el lecho diciéndoles: «Ahí viene, al fin, esa cosa gris y vaga». La teatralidad es esencial en esa peripecia si de ella se espera una especie de espectáculo. Y hay muertos que se pasaron en ese empeño, o quizá no. Benjamin Disraeli, judío, novelista y primer ministro de Su Majestad, susurró en hebreo sus últimas palabras. Lo curioso es que jamás había pronunciado una palabra en esa lengua. Son momentos muy raros. Tan raros que Charles Dickens murió diciendo «Sí, en el suelo», lo que es muy misterioso. Sir Winston Churchill expiró gruñendo «¡Maldición!». Y la princesa Charlotte, a la que su médico sólo le daba coñac, se lo reprochó con su último suspiro: «Tengo una cogorza que no veo». Dado que son frases que se recuerdan -sin que uno pueda estar seguro de para qué-, puede que lo mejor sea morir sin decir ni pío.