¿UNA GRAN «PERFORMANCE»?

La Voz

OPINIÓN

CÉSAR ANTONIO MOLINA

20 sep 2001 . Actualizado a las 07:00 h.

La performance, dice Jochen Gerz, es un acto vivo realizado por un ser vivo delante de otros seres vivos. Por lo tanto el gran músico Karlheinz Stockhausen se equivoca cuando se refiere a la destrucción de las neoyorkinas Torres Gemelas como «la mayor obra de arte jamás ejecutada». La performance, el arte de acción derivado de Dadá, la action painting, la poesía experimental, el situacionismo, el teatro heterodoxo heredero de Artaud, el happening, el fluxus y hasta el body art, no hacían desaparecer al principal elemento de toda obra de arte: el espectador. Y los seis mil muertos fueron los principales espectadores de esa acción que unos seres (no artistas, porque ni siquiera tenían esa intención) «prepararon como locos durante años para un solo acto y lo ejecutaron una vez muriendo en su ejecución». Ni siquiera las performances de violencia y sadomasoquismo heredadas de los accionistas vieneses, cuyo objetivo era liberar a las personas de la agresividad de sus instintos reprimidos, llegaron hasta tal extremo del asesinato en masa. La mayoría de sus acciones ritualistas eran una síntesis de los trabajos del arte corporal o body art. Así, por ejemplo, los trabajos chamánicos del artista alemán Joseph Beuys. También los happening y fluxus estaban realizados en torno a la violencia y la destrucción. Wolf Vostell y Nam June Paik se dedicaron a destrozar pianos, coches, instrumentos musicales, televisores y electrodomésticos, pero no creo que en sus cabezas estuviera el realizar una obra de arte estrellando aviones sobre edificios cargados de personas indefensas. Berger comenta que estas acciones respondían al deseo de explorar el nexo entre la sexualidad, la represión y la violencia, «sobre la base de las complejas conexiones psicosexuales que existen entre el placer y el dolor». A lo máximo que se llegó fue a que Yoko Ono, en Londres, estrellara una y otra vez su cabeza contra una pared. Y parece ser que esta última sufrió más que ella. ¡No! Realmente Stockhausen no tiene razón. Una obra de arte crea, no destruye. Y lo hace en connivencia con el lector y el receptor. No hay objeto artístico sin él. El asesinato no es una de las bellas artes. A pesar de lo terrible de las imágenes de ambos edificios incendiados, me sigue sobrecogiendo otra infantil: aquella de la estatua de la Libertad encontrada arrumbada en una playa por Charlton Heston en El planeta de los simios. Ese símbolo que no conmemora sólo la independencia de EE UU, sino la Constitución norteamericana que, junto con la revolución francesa, puso las bases para entender nuestro mundo occidental, imperfecto, pero, sin duda, hasta ahora, el mejor de los mundos posibles. Nueva York para mí no están en las novelas de Dos Passos, Tom Wolfe o Paul Auster, en la música de Gershwin, en Woody Allen, en Gene Kelly, Frank Sinatra o Jules Blaustein saltando y danzando un día por la ciudad de los rascacielos; sino en los miles de gallegos y españoles que ayudamos a construir y a mover este gigante. Mi NY está en las historias de los emigrantes, en la de los exiliados republicanos acogidos en sus universidades, en los profesionales, en la de los artistas que llegaron allí como antes lo hicieron a Roma o a París. Por eso también todos somos neoyorkinos, los habitantes de una ciudad abierta. Mi NY es el de Silvia San Pío volatilizada con su hijo a punto de nacer, como mi Palestina es aquel padre que murió protegiendo a su hijo asesinado. Todos son NY, todos somos el mundo. Mi NY ya lo cantó Luis Seoane en su poema El puente de Brooklyn: «Esta ponte de aceiro enlevado sobre New York,/ ten millas de roscas, de parafusos, de aceiros./ Érguese sobor do xiado East River esta maior/ ponte, din, do mundo, construída por estranxeiros/ emigrantes de Europa. Algúns galegos senlleiros/ traballamos nel. Un traballo, dicían, ben pagado./ Cento-corenta-dólares. Por uns días fumos buceiros/ para a ponte de Brooklyn feita sobor do río abafado».