Primeros de abril de 1952, los españoles ya son libres para poder comprar pan. Ya podían acceder a un artículo de lujo que, como tal, estaba excluido de la alimentación semanal a la que te daba acceso la cartilla de racionamiento. España, una nación única y única en su pobreza, aunque no en su igualdad. La tierra de Castelao estaba al fondo, muy al fondo del pozo de la pobreza. Un gallego medio apenas superaba el 30 % del PIB per cápita de un español. Vivir mejor que nosotros era fácil. Cualquiera, naciera donde naciera, en la parte que fuera de España, podía aspirar a ello. Solo nos acompañaban, en esa quinta división, los extremeños y los habitantes de Castilla-La Mancha. La riqueza de un vasco era 2,6 veces superior, la de un madrileño 3,26 y la de un catalán 2,28 veces. Desde entonces, 1955, hasta el 2019, el País Vasco multiplicó su renta por 4,27; un madrileño por 3,63 y un catalán por 4,47 ¡Y Galicia por 7,9!
Hoy, un gallego medio vive mejor, en términos económicos, que su equivalente de Andalucía, Asturias, Comunidad Valenciana, Canarias, Castilla-La Mancha, Extremadura, Murcia, Ceuta y Melilla y de un modo muy similar al de un cántabro o un castellano-leonés. Y la renta de un vasco ya solo es 1,4 veces la nuestra, la de un madrileño 1,5 y la de un catalán 1,29 veces. Hace setenta y dos años, atendiendo al PIB per cápita, era necesario juntar las rentas de tres familias gallegas para igualar a una madrileña. Todo eso ha desaparecido, pero ¿somos consciente de ello? ¿Tantas décadas de pobreza no habrán calado en nuestro subconsciente?
El camino recorrido ha sido épico. Hemos pasado del «dejar la comida en el plato es un pecado» a «con el ayuno se envejece mejor». Obviamente, muchos de estos cambios han sido globales, cuando no comunes con el resto de España, pero otros aún siguen arraigados en nuestras mentalidades y, lo que es peor, enraizados en las mentes de algunos de nuestros políticos. Estoy pensando, en la sacralización de lo público frente a lo privado, en ignorar permanentemente a una parte de la sociedad civil o a la obsesión por crear espacios oficiales, la Galicia oficial, la Coruña oficial... Sociedades que retroalimentan a algunos líderes, que a veces llegan al paroxismo de pensar que la Galicia que no ven no existe.
Y sí, ahí está, es la que ha nacido creyendo que el pan es un elemento de primera necesidad, y con ella hay, en Galicia, una nueva clase empresarial, que no es la del 2008, sino la de sus hijos. Conformada por personas que han sabido quitarle un cliente a un alemán, generar más innovación que un estadounidense o ir a África Central y explicarle a un francés cómo hacer negocios en sus antiguas colonias. Otra generación, que vive en donde desea vivir, en Galicia. Afincada en las zonas urbanas y sus periferias, sigue el comportamiento económico propio de las clases medias de las naciones desarrolladas, ver como sus necesidades clásicas se van desvaneciendo por el nacimiento de otras que no preveían. Entran con velocidad en una dinámica de cambio continuo que deja al planificador público en un fuera de juego permanente. En este campo de juego, los estatalistas intentan poner muros al viento acudiendo a la hiperregulación, obstaculizando, a través de mil trabas burocráticas, la inversión privada.
Ha de ser una obsesión para esta tierra, Galicia, y para su nuevo presidente, Alfonso Rueda, reconocer la existencia de esta sociedad civil e intentar que en su Gobierno haya personas que hayan nacido observando al pan como un alimento básico. Nos entenderán mejor.