Ya estamos en el 2024, el año del aterrizaje. Todas las economías del mundo terminarán el ejercicio diciéndole adiós a los principales desequilibrios de la pandemia. La duda estará en qué parte del año se tocará tierra. Sí, en qué momento la inflación abrirá las puertas a un cambio de la política monetaria. La mayoría de los analistas opinan que, de mantenerse la tendencia actual, se iniciará este verano y que nos llevará a ver el tipo de referencia del Banco Central Europeo ubicarse, al terminar el año, en el 3,2 5%. El euríbor, que descuenta bajadas futuras, alcanzará mucho antes la horquilla del 2 %.
Para el tejido empresarial, compuesto sobre todo por pymes, y para las familias, cada una de estas bajadas actuarán como una explosión de fuegos artificiales. Sabrán, a través de sus propios extractos bancarios, que algo positivo está pasando, generando una corriente positiva, que lógicamente se traducirá en más consumo. Y como nada es inmediato, se podrá afirmar que este año es la antesala de un 2025, el realmente importante, que será la vuelta a la pura normalidad. La economía mundial habrá recuperado todas sus constantes vitales e irá, si nada lo enturbia, hacia una senda de crecimiento moderado.
¿Dónde están los riesgos? En España, la respuesta es sencilla, todo crecimiento requiere de dos factores básicos: capital y trabajo. Al primero ya lo vemos venir de vuelta, desde octubre del año pasado; los costes financieros han empezado un lento pero continuo proceso de moderación. En el talento es donde estará el problema. La oferta de educación superior española es rígida, está estatalizada y responde con excesiva lentitud ante las demandas del sector productivo. Si la mirada la apunta hacia las profesiones de baja cualificación, el problema no es menor, con dos añadidos: la crisis demográfica y la estigmatización de determinados oficios. Y como está claro que no se puede esperar a que nuestra clase política cambie las reglas de juego del sistema de educación superior, parece más que evidente que necesitamos captar en el extranjero el talento que aquí no hemos sido capaces de crear.
La situación geopolítica en Oriente Medio sobrevuela cualquier pronóstico y aquí un mero recordatorio: el gran jugador de la zona es Irán. La teocracia chií (antagónica del islam sunita, dominante en las monarquías arábigas) es el recurso financiero de Hamás (Gaza), de los hutíes (Yemen), de Hezbolá (Líbano) y del régimen de Bashar al-Ásad. Israel, a diferencia de lo que se resalta en los medios de comunicación europeos, no está en guerra con Hamás, sino con todos y cada uno de los satélites de Teherán. ¿Dudas? ¿Quién ha activado a los hutíes para que bloqueen el estrecho de Tirán, la boca del golfo de Suez? O, ¿por qué el martes Israel ha atacado, con fuerza aérea, la localidad libanesa de Yaron, en represalia a los proyectiles lanzados desde territorio libanés controlado por Hezbolá? Es evidente que hay interés por extender el conflicto e incorporar nuevos jugadores al mismo.
Lo que no está claro es que esta situación provoque una escalada de los precios del petróleo. La demanda china es débil y la OPEP está en crisis. Angola, en vísperas de navidad, ya ha avisado que se retira de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, en abierta discrepancia con Arabia Saudí, obsesionada con tensionar los precios mundiales. Y dicho esto, ¿quién podría calmar la situación? Rusia, la única con la que no nos hablamos.