Improbable inflación

Xosé Carlos Arias
Xosé Carlos Arias CATEDRÁTICO DE ECONOMÍA. UNIVERSIDADE DE VIGO

MERCADOS

ARMANDO BABANI

30 ago 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Aunque minoritarias, no faltan voces que crean adivinar en la economía que viene un regreso fulminante del demonio de la inflación. No es ninguna novedad: en los últimos diez años algunos expertos expresaron repetidamente su temor a la aparición de dinámicas inflacionistas, y ciertos responsables públicos actuaron influidos por ese miedo. Así, por ejemplo, algunos bancos centrales -como, de un modo destacado, el BCE- subieron los tipos de interés a mediados del 2008 y del 2012, cuando estaban llegando intensas recesiones, con el fin de «mantener la credibilidad antiinflacionista de la política monetaria». Hoy sabemos que ese tipo de intervención fue un error de gran calado, pues no hizo sino intensificar las tendencias contractivas ya en curso. Y el aumento de la inflación, por otra parte, no apareció por ninguna parte.

Un error que se explica principalmente por un factor de inercia conceptual: es cierto que la inflación dejó a lo largo del siglo XX algunos de los episodios de colapso económico más dramáticos que se recuerdan, como la famosa hiperinflación centroeuropea que siguió a las guerras mundiales (sobre todo a la primera). En los países que más la sufrieron quedó un reflejo de esa destrucción -un fenómeno así puede ser extraordinariamente destructivo del tejido económico y social- que condicionó la orientación de sus políticas económicas durante muchas décadas. Casi hasta ahora mismo, cuando en Alemania, por ejemplo, a muchos ciudadanos -y no pocos de sus gobernantes- les cuesta entender que durante los últimos años más bien nos hemos enfrentado al problema opuesto: a una amenaza muy real de deflación. Recuérdese que desde el 2012 en la eurozona nunca se ha alcanzado el objetivo del BCE para el crecimiento de los precios (de un 2 %), estando en muchos momentos y para casi todos los países muy próximo a cero (0,3 %, el pasado mes de junio).

El caso es que en el complejo contexto económico actual se dan dos circunstancias que sí podrían justificar el resquemor acerca de un eventual descontrol de los precios al alza. Primero, hay una importante demanda embolsada, contenida durante los meses de confinamiento, que pudiera emerger con fuerza en el momento en que retornen las apariencias de normalidad. Obviamente, ese impulso de la demanda reforzaría el deseado crecimiento, pero también podría presionar con fuerza sobre los precios.

Y segundo, las políticas monetarias en vigor a lo largo y ancho del mundo son de las que durante mucho tiempo fueron consideradas como gérmenes de una ineludible inflación futura. En particular, las que incluyen procedimientos para la monetización del gasto y el déficit público, considerados como anatema durante muchos años, y que ahora se han puesto en marcha en países como el Reino Unido. Desde luego, este será el momento para comprobar la validez de argumentos muchas veces repetidos («usar la máquina del dinero para financiar al Estado es igual a inflación»), en un entorno nuevo y bastante diferente del vigente en el pasado.

En cierto sentido, que ello finalmente se viera confirmado sería una buena noticia, una señal de cierta normalización. Porque si la famosa doble transición, energética y digital, no lo remedia, todo apunta a que en el horizonte de la próxima década el verdadero y grave problema serán las tendencias hacia un estancamiento pronunciado de la actividad. Y si es así, sería la amenaza deflacionista, y no una improbable inflación, lo que cobraría formas cada vez más visibles.