El guardián del legado de Walter Ebeling

suso varela / manuel A FONSAGRADA / LA VOZ

A FONSAGRADA

WALTER EBELING

Su padre, un famoso gaiteiro, acompañó y dio cobijo al famoso etnógrafo alemán

19 may 2021 . Actualizado a las 12:05 h.

En apenas 96 horas se han sucedido en el mundo y en España acontecimientos que influirán en nuestro futuro en los próximos años. Y los hemos conocido en primera persona gracias a la comunicación de masas y al estilo de vida occidental, entre preocupaciones que nuestros abuelos ni se imaginarían. Porque durante siglos, en la vieja Europa campesina lo cotidiano transcurría al ritmo que marcaba el sol y la luna, las cosechas o los cambios migratorios por epidemias y guerras.

Hoy, mientras nos comunicamos por WhatsApp ante el semáforo en rojo, a pocos kilómetros siguen existiendo gallegos instalados en un modo de vida «que esmorece». Han sido testigos del cambio sideral del paisaje humano de la montaña. Uno de ellos es Celso Otero Díaz, vecino de Valdeferreiros, en el municipio asturiano de Ibias, lindando con A Fonsagrada y Negueira de Muñiz. Se trata de una de esas personas «curiosas» que abundaban en las aldeas gallegas. Pero el término no hace referencia a la rareza, sino a aquellos paisanos que sabían hacer un poco de todo y que ofrecían conocimientos de forma desinteresada, ya fuera para «teitar hórreos e casas con palla, mallar, matar cochos ou ata cortalo pelo», explica.

Por este motivo su fama en la comarca fonsagradina solo está al alcance de la que tuvo su padre, el gaiteiro Manuel Otero, que junto con su tío Pedro al tambor, formaron el dúo Os de Arias, que hicieron bailar a miles de personas de la comarca en los años veinte y treinta, cuando vivían más de 20.000 vecinos.

Entre 1928 y 1933, el alemán Walter Ebeling, un discípulo del eminente etnógrafo Fritz Kruger, llegó a A Fonsagrada para estudiar las costumbres de la montaña de Lugo. Tuvo que echar mano de un guía para poder fotografiar y recoger una forma de vida que ya comenzaba a morir. La llegada de un forastero no siempre era bien recibida por aquello del aislamiento y por el miedo a que fuesen espías, como le sucedió a Kruger en sus visitas de 1922. Por eso, el padre de Celso Otero, reconocido en toda la zona, fue el apoyo de Ebeling. «Nos pobos, meu pai era tan famoso ou máis que os curas ou os mestres». No solo eso, el etnógrafo alemán vivió y viajó igual que lo hacían los vecinos de la montaña lucense. Y con el Manuel Otero, quien años después le explicó a su hijo Celso anécdotas de aquella investigación que quedó recogida en cientos de fotos. «A Ebeling gustáballe a gaita e estaba namorado con todo o referente ás medas e o pan, que lle parecía extrañísimo», recuerda Otero.

Ebeling les enviaba cartas

Ebeling, que sabía castellano, hizo amistad con su padre (vivió en su casa mientras estuvo en la zona), por lo que después de 1933 siguió manteniendo contacto con el y con los vecinos a través de cartas, en las que incluía las fotos que les hizo. Cuando se creó el Museo Etnográfico de San Antolín, Celso cedió documentos, fotos y piezas, como un extraño guante o armadura de hierro para matar jabalíes mientras se estaba oculto entre la nieve.

Usos, costumbres, herramientas y palabras que documentó durante cinco años Ebeling y que casi un siglo después han desaparecido, aunque no la filosofía de vida de los pocos que resisten entre las montañas. Celso Otero, a sus 83 años, vive en una humilde casa-hórreo con televisión y móvil incluidos, pero le sobra la paciencia y la tranquilidad que le falta a los gallegos de las ciudades. Come de todo y no pisa los médicos. Su salud es como la de uno de esos carballos de las fiestas que frecuentaba de joven en busca de la chica que nunca se le cruzó en el camino para casar. «Antes as mulleres non ían de boa gana para a casa dos labradores e se o facían era para os que tiñan catro esquinas», comenta Otero, en referencia a «quen tiña casa de seu, non de palla ou compartida». El, que vive bajo techo de paja, tiene claro que «se volvera a nacer faría o mesmo, e non cambiaría a miña vida pola de ninguén». Eso sí, es consciente de que se está quedando solo, «que o rural se acaba, esto esmorece».