El contenedor

Emilio R. Pérez DESDE EL ALTO

LUGO

28 abr 2021 . Actualizado a las 19:35 h.

Cada vez que salgo con la bolsa de basura, es solo cosa de pisar la acera y ponerme de inmediato a bostezar. En mi calle, Flor de Malva, hay un contenedor frente al portal que lleva sin la tapa un siglo, y al mirarlo me contagia y hala, venga abrírseme la boca de una cuarta. Hay quien por el tufo no se acerca, tira el saco desde 6,75 y normalmente encesta. Buen temple, sí señor. Pero yo no, no tengo muñeca; aunque sí, no obstante, un curioso trauma con el básquet que me lleva acompañando desde tiempos de estudiante. Y es que desde el día aciago aquel de la paliza, 62 a cero, no volví a jugar. Ni a practicarlo tan siquiera. Por eso no soy yo un buen jugador de baloncesto, ni intento por lo tanto desde fuera el lanzamiento. Ahora bien, como en la vida olí de todo y mi ventana pilla encima, estoy más que integrado en el asunto y sus efluvios no me afectan. Así que salvo excelsa virguería de ultimísimo momento, o puntualísimos efectos de espectacular cogorza, normalmente entro a canasta tras salvar la acera en dos zancadas, largo una bandeja y entra limpio el saco de basura en las entrañas del engendro. Sin problema. Eso siempre y cuando no haya restos de fallidos lanzamientos.

A saber quién le partió la boca; si el vandalismo, la borrasca Filomena o las violentas sacudidas que le atiza cada noche el camión de la basura. Asomado a mi ventana aquí en el alto, con su negra boca pestilente día tras día me saluda: «Buenos días vecinito. Mmm…, qué divino se respira esta mañana en Flor de Malva». ¡Cagoensós! No me digan que no entran ganas de bajar y destrozarle sin piedad también los dientes…, si los tuviera.