14 mar 2021 . Actualizado a las 11:29 h.

Hace casi un año leí el artículo de una compañera que hablaba de las ventanas que desprendían luz ya entrada la madrugada. Lo disfruté uno de esos días en los que las palabras se atascan, pero las lecturas nos emocionan y recuerdan que aún estamos aquí. Me acordé también de aquel profesor de la facultad que decía que solo los buenos textos permiten empatizar.

Hablaba esta periodista de las luces en las ventanas. Y lo hacía pocos días después de que empezase el confinamiento. Por aquel entonces, yo salía al balcón, a la terraza o a la repisa y lo primero que observaba eran las ventanas que me rodeaban. Al fondo, la Muralla iluminada regalaba una imagen bucólica y a la vez desesperanzadora. No sabíamos la que se nos venía encima, y menos mal. El reloj marcaba las cuatro, las cinco o las seis de la mañana y no había una sola noche en la que no viese alguna luz encendida. Pensaba entonces si la persona que se escondía tras la cortina tendría unas preocupaciones parecidas a las mías e imaginaba toda clase de detalles.

Ahora, un año después, sigo observando todas esas luces y estoy en la misma tesitura: el insomnio amenaza y de vez en cuando sigo llegando tarde a casa. Veo entonces que aún quedan luces a horas dispares y pienso en qué harán todas esas personas que siguen, un año después, escondidas tras la ventana. También imagino que hasta esas luces dicen mucho de los barrios de la ciudad y de la gente que en ellos reside. Hay quien se conforma con una lamparita para evitar un susto al leer la factura y otros, directamente, solo dejan entrever un pellizco de claridad a través de las rendijas de las persianas.