Aunque alguno que me lee no estaría muy de acuerdo, dadas las presentes circunstancias me planteé la idea de escribir de cualquier cosa y olvidarme de la fecha; pero no hubo manera. El espíritu navideño, que es más sólido y potente que cien mil pandemias, hizo mella en mi melifluo, hipersensible corazón y me obligó a tocar el tema. Y aquí me tienen, dándole al teclado mientras tarareo aquello de los peces insaciables que beben y que beben y no dejan de beber -por la cuenta que les tiene, añado-, felicitando por wasap y disponiéndome a celebrar aquí en el alto en muy exigua y entrañable compañía una discreta Navidad.
Y es que el tan manido y recurrido espíritu navideño tiene cosas como esta. Por mucho que reniegues, que te obceques o rebeles, hay un gen por ahí adentro que controla y te lo evoca. Un gen o lo que sea. Un algo vivo que se activa y que te ablanda, que te aviva el sentimiento y te convierte en más sensible y solidario. La fibra, hay quien lo llama. Lo llamen como lo llamen, de todas cuantas fiestas que conozco son las navideñas las que más nos tocan esa fibra y nos provocan la añoranza, activan los recuerdos y revivimos con morriña algún que otro retazo de la infancia.
Yo lo llamo alma. Navidad es eso: natalicio, nacimiento, pureza, inocencia. Navidad es alma: ese chip extracorpóreo con el cual nacemos y que se entierra entre la carne a medida que crecemos; ese halo inmaculado que aparece por momentos a lo largo de la vida cuando hay miedo o desamparo; ese espíritu limpio y puro que regresa a sus orígenes cuando muere el cuerpo. Navidad es eso: la niña o el niño que llevamos todos dentro. Feliz Navidad.