Un día en el CITIC: «La gente no sabe hasta dónde alcanza la influencia de los logros que aquí se obtienen»
ENFERMEDADES
El Centro de Investigación en Tecnologías de la Información y las Comunicaciones, dependiente de la Universidade da Coruña, busca aplicar los avances en Inteligencia Artificial al campo de la salud
25 sep 2025 . Actualizado a las 14:25 h.Son las diez menos algo de la mañana y varios operarios con máquinas desbrozadoras trabajan en un solar a unos treinta metros de la fachada este del edificio del CITIC, cortando lo poco que ha crecido durante un verano atípicamente seco en toda Galicia y también en A Coruña. Son los preparativos para un curso que, cuando La Voz de la Salud visita el Centro de Investigación en Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (de ahí sale el acrónimo CITIC), está cerca de iniciarse. Pero el campus de Elviña de la Universidad da Coruña (UDC), donde se ubican estos 3.2000 metros cuadrados de hormigón y cristal, todavía no ha recuperado la rutina que adquiere desde mediados de septiembre hasta finales de mayo, cuando alcanza su mayor efervescencia. Muestra de ello es la cantidad de plazas de aparcamiento disponibles a estas horas, evitando el tedio de apelar a la suerte y dar varias vueltas por algunas de las callejuelas tortuosas que aún conserva el lugar, herencia de una idiosincrasia más rural que urbana.
Apenas un kilómetro, colina arriba, separa el centro de los restos del Castro de Elviña. Los castrexos sabían elegir lugares con buenas vistas y, siglos después, el CITIC, vecino de puerta del CICA (Centro Interdisciplinar de Química e Bioloxía) y muy próximo al CITEEC (Centro de Innovación Tecnolóxica en Edificación e Enxeñería Civil), también mira a la ciudad desde lo alto. Estas atalayas de excelencia académica guardan un trabajo que pasa discretamente por la vida de los ciudadanos. Empezando por los propios coruñeses. No muchos serán conscientes —así lo creen intramuros— de que aquel proyecto que buscaba entre las aguas fecales de la urbe presencia de coronavirus para, así, medir así la foto fija de su incidencia en la ciudad, salió de la interconexión de varios grupos de trabajo que se pusieron a pensar en soluciones desde el CITIC. «Se unió gente de inteligencia artificial, de estadística, de analítica de datos. Todas esas disciplinas fueron capaces de trabajar juntas y eso es lo que da valor a un centro así», explica desde el corazón de la segunda planta del edificio Manuel González Penedo, director del centro. «La gente muchas veces no sabe hasta dónde alcanza la influencia de los logros que se obtienen», expresa. No es un lamento, sino que más bien deja entrever orgullo: «Este es uno de los lugares donde más programas tecnológicos aplicados a salud se desarrollan, más que en ningún otro».
Manuel González ejerce de guía turístico, haciendo honor a la etimología del término, girando por sus pasillos de un punto a otro. También honrando las connotaciones actuales del término, porque el lugar esconde rincones para el ocio y matices museísticos. Una sala llamada «oito bits», anexa al hall principal, es una estancia llena de nostalgia, con máquinas arcade y una miscelánea de objetos entre vitrinas que ofrece, desde un viaje a través de la evolución de las calculadoras, hasta un paseo por la historia del videojuego. Dice el director que esto también es ejemplo de lo que son las TIC.
Entre estos muros hay matemáticos, hay ingenieros, informáticos o biólogos que orientaron, en su día, su trayectoria hacia los datos y cómo interpretarlos. «Cuando apareció el big data...», comienza a recordar González Penedo antes de que interrumpamos su discurso.
—Habla del big data como si fuese agua pasada, creo que la gente todavía piensa que es lo último de lo último—, se le interpela.
—No es lo último.
Responde tajante, y explica que hace algún tiempo tanto instituciones como empresas abrazaron la idea de que era necesario almacenar datos como una especie de salto de fe, aunque no sé supiese muy bien cuál iba a ser la utilidad de ese esfuerzo. «¿Y para qué?, esa fue la siguiente pregunta que hubo que hacerse, qué hacemos con estos datos», analiza, interrogaciones que acabaron llevando a esta era del algoritmo en la que vivimos.
La conversación y el paseo por la segunda planta acaban en una esquina de una enorme estancia diáfana. «¿En qué estamos trabajando aquí?», pregunta Manuel al inquilino de uno de estos puestos. «Bioinformática. Somos el curruncho de la bioinformática», responde Diego, que prueba modelos matemáticos para ser aplicados en salud. Demasiado abstracto, qué y para qué. «En ratones estamos probando alguna cosa», desliza. No quiere aventurar demasiado y se muestra cauto. «Con los datos que tengas, puede ser de genómica, ya sea secuenciación o transcriptómica, que es cómo se expresan los genes, estableces una hipótesis», comienza a desgranar cuando se le tira un poco de la lengua: «Por ejemplo, yo te digo que si atacas estos genes, quizás podrías inhibir una vía de determinado tipo de cáncer. Yo voy a explorar ese camino desde el ordenador a través de mis modelos matemáticos y le entregaré esa información al clínico, que al final es el especialista, para que lo pruebe», comenta, ya metido en harina. Porque por mucho que algunos de los perfiles investigadores del CITIC provengan de disciplinas más ligadas a la matemática que a la biología, deben aprender a hablar el mismo idioma que los médicos. La colaboración entre ambos mundos es esencial.
Algoritmos en redes, algoritmos en sueños
La primera parada de Eduardo Mosqueira Rey tras acabar la carrera fue marcharse a Oporto. Allí realizó una estancia en el Hospital de Santo António, donde trabajó por primera vez en medicina del sueño. Hoy muestra, junto a Diego Álvarez Estévez, la herramienta que han desarrollado desde el grupo NEXT-GEN-SOMNUS, basado en algoritmos de aprendizaje automático para el análisis de registros médicos del sueño. Suena complejo y se ve complejo. En una pantalla muestran los resultados de una prueba estándar para el diagnóstico de problemas de este tipo. Se trata de líneas de actividad electroencefalográfica, un hipnograma o un estudio de la espirografía del sueño, pero para un ojo no entrenado podría pasar por una sismografía, como las que se ven en las películas cuando el terremoto se acerca y las agujas empiezan a agitarse frenéticamente.
Por suerte hay una leyenda y está, claro, Diego Álvarez, doctor en aplicación de la IA a medicina del sueño e investigador Ramón y Cajal, que detalla el significado de cada quiebro. «¿Ves que a las doce y dieciocho se va a despertar?, luego se vuelve a dormir, y aquí se vuelve a despertar sobre la una, un par de veces», dice mientras recorre con el ratón de su ordenador el gráfico de fiebre. Hay muchísima información. La sorpresa es cuando dice que todo esto no se corresponde con lo que pasó durante toda la noche, sino con lo que pasó durante 30 segundos. Una cantidad de información difícilmente digerible para un análisis humano dentro de los márgenes que permite la actividad clínica. Si una persona duerme ocho horas y los resultados son analizados de treinta en treinta segundos, échenle las cuentas de cuánto se tarda en tener una conclusión. Y ya no es tiempo, ¿quién es capaz de alcanzar ese nivel de precisión y atención de manera tan prolongada?
«Si tú a un médico le das señalas y le pides que te analice todo esto. Cuando empieza lo hace muy bien, pero después de una hora, a lo mejor, las últimas ya flojea. La idea es que la máquina logre identificar ejemplos, patrones, y que el clínico solo tenga que recibir aquellos fragmentos donde el ordenador dude, donde no sea capaz de distinguir exclusivamente por la imagen si es una apnea, una hipopnea o algo no relevante. Ese es el ejemplo que le das al médico. Se trata de focalizar su atención en aquellos casos que son dudosos», comenta Mosqueira. Y, efectivamente, ante determinadas respuestas traducidas en un maremagno de líneas, el ordenador ya ha asignado una etiqueta diagnóstica en el estudio.
Son algoritmos trabajando para la salud. Esos algoritmos que tantos asocian a las redes sociales, ya existían más de un siglo antes de que a alguien se le ocurriese que era una buena idea subir fotos a internet. Pero sobre estos, sobre los que usan X, Instagram o TikTok para mostrar u ocultar según qué cosas en base a nuestras interacciones, también se trabaja.
Javier Parapar está con su ordenador en la sala Oito Bits, donde desemboca de nuevo un paseo por los pasillos que se hizo más largo —por entretenido— de lo esperado. En la pantalla, se reproduce en bucle un vídeo de J. D. Vance, vicepresidente de Estados Unidos. Es un extracto de una entrevista al político republicano en la cadena Fox News en un post de la red social X, propiedad de Elon Musk. El aspecto de la pantalla es el de la versión web de la antigua Twitter, todo normal si no fuese porque el político está circunscrito en un enorme rectángulo rojo. Ese tinte se lo da el trabajo de Parapar, miembro del grupo e-Risk, HYBRIDS, Consuer Health Search del CITIC. Al pasar con el cursor por encima, se muestra un mensaje: «Esta declaración se considera odio porque expresa un sentimiento discriminatorio y xenófobo hacia la civilización europea». Su trabajo también es salud. En el siglo XXI, cuando ya nos han pasado por encima seis olas de digitalización, sería naíf no creer que parte clave de una buena anamnesis de nuestra salud mental se juega en el feed de las redes sociales; nuestro Instagram puede saber más de cómo estamos que nuestro psiquiatra.
«Esto es un plug-in que detecta, básicamente, si un mensaje en la red social X puede ser marcado como odio o no», apunta Parapar. Qué es odio y qué no es odio para esta tecnología viene alimentado por la definición de la ONU, según explica el investigador. «Los comportamientos en redes sociales están muy relacionados con el estado anímico de las personas. Igual que tenemos en un edificio un detector de radón que evite problemas para la salud física de las personas, queremos disponer de mecanismos que nos alerten de comportamientos en redes sociales que pueden ser indicativos de un trastorno mental. Desarrollar inteligencias artificiales que nos alerten de ello de manera temprana a un actor social, como un servicio de salud, es importante. Y esto es en lo que trabajamos», aclara. La intervención temprana es el objetivo.
Suicidio, acoso, juego patológico... Las migas que dejamos en redes que pueden servir para alertar de un problema de fondo no son pocas. Parapar también muestra una tecnología de apoyo para profesionales de salud mental facilitando el historial de escritos en redes. El objetivo es hallar pistas clínicas que puedan llevar a una depresión y que puedan pasarse por alto en una historia clínica. La IA detecta marcadores como problemas de sueño o falta de energía, expresados por el propio usuario, que son marcadores típicos para determinar el riesgo. «Requerirá una autorización personal del uso de datos. Cómo se usen acabará dependiendo de las regulaciones, de los operadores y de los profesionales médicos».
Adivinar corazones enfermos
¿Se puede adivinar si un tratamiento absolutamente necesario para superar un cáncer acabará por destrozar nuestros sistemas vasculares? Probablemente, a Ana López Cheda, dedicada al análisis de supervivencia en base a datos, la palabra 'adivinar' le cree cierta urticaria, por aquello de usar un verbo más asociado al tarotismo que a la ciencia. En su ordenador muestra unas gráficas que resumen parte de su trabajo: detectar la cardiotoxicidad —inducida por un fármaco— antes de que aparezca.
«En este proyecto tenemos pacientes de cáncer de mama del Complexo Hospitalario Universitario de A Coruña (Chuac) que reciben todas el mismo tratamiento, el trastuzumab —un anticuerpo monoclonal usado para tratar ciertos tipos de tumores de mama asociados a la presencia de la proteína HER2 en la superficie de las células cancerosas—. ¿Qué pasa? Que ese tratamiento, pese a ser el más común, puede provocar efectos adversos en el corazón. Lo que tratamos de predecir —que no adivinar— es si lo va a provocar o no», introduce. Saca su ordenador, porque para ejemplo un botón. Muestra una curva TDI —imágenes de Doppler de tejido—, que miden la contracción y relajación del músculo cardíaco. A partir del sístole y diástole, detectan patrones. Y sobre ellos. sale una nueva gráfica, donde el negro habitual de los informes científicos se entremezcla con un rosa chillón que fija la mirada.
«Las pacientes que sí sufrieron este efecto adverso, están en ese violeta. ¿Veis que en la onda E prima el rosa no llega hasta tan abajo como en el resto de pacientes?», dice Ana López mientras repasa la gráfica con el ratón. Esos datos, trasladados a curvas y dotados de contexto, de sentido, permiten vigilar más a esas pacientes, en las que se espera que aparezca la cardiotoxicidad. Es solo un ejemplo de cómo los datos solo son datos, puntos aleatorios, hasta que alguien con una idea llega para unirlos y darles sentido. Y cuantas más mentes piensen en como dotarlos de significado, mejor. Para eso nació el CITIC.