Marina padece migraña desde niña: «No recuerdo un día de mi vida sin dolor»
ENFERMEDADES
Llegando a sufrir 30 crisis al mes, toda su vida ha girado entorno a la patología: «En el bachillerato faltaba tanto a clase que me recomendaron estudiar a distancia o simplemente dejarlo»
22 nov 2024 . Actualizado a las 15:28 h.Marina González tiene 33 años y lleva conviviendo toda la vida con la migraña. Desde los seis, empezó a sufrir síntomas que, en ese momento, ni ella, ni sus allegados, ni los propios médicos, relacionaban con esta patología. «Tenía muchos episodos de vómitos, dolor abdominal y de cabeza. Fueron muchas idas a urgencias y faltas al colegio». El diagnóstico tardó años y recuerda perfectamente el detonante. «Una compañera de instituto en un viaje escolar, vomitó. Y todos sus amigos, dijeron: "Es que tiene migraña". Ahí es cuando empecé a relacionar. Cuando se encontraba mejor, me acerqué a ella y le pregunté. Y todo lo que me contó, me sonó mucho con mi historia». Fue el principio de una lucha porque, aunque Marina ya no sufre tantas crisis al mes como antes, su vida gira entorno a la migraña. Una experiencia que ha relatado en II Seminario Lundbeck de Migraña, celebrado en Alicante.
La decepción
Después de que se le encendiesen las alarmas en esa excursión, Marina se lo comentó a sus padres para ir al especialista. HIja de profesor universitario, «tuve la suerte de acceder a sanidad privada concertada, accediendo directamente al neurólogo». Le hicieron un TAC, una resonancia y «por clínica, todo parecía bastante evidente». Y sí, salió de allí con un diagnóstico de migraña, pero con una sensación bastante agridulce: «Me dijeron que había tratamientos específicos y preventivos, pero que era muy joven. Por el momento, que probase con paracetamol e ibuprofeno y que volviese cuando fuese mayor de edad».
Un jarro de agua fría. Durante los años siguientes, y conforme aumentaba la exigencia en el instituto a nivel académico, «también lo hacía la incomprensión por parte de compañeros y profesores». Marina finalizó la secundaria con unas notas brillantes, pero con un número de faltas a clase muy alto. «Hay que mencionar que, cada vez que sufría una crisis, y tenía varias al mes, tenía que ir al médico de cabecera para que me hiciera un justificante».
Sentirse culpable por estar enferma
Las ausencias se pudieron sobrellevar en la ESO, pero no en bachillerato. «Recuerdo que en el primer trimestre, aún teniendo buenos resultados académicos, el tutor llamó a mis padres y les dijo que no se podían asumir esa cantidad de faltas y que lo más recomendable era pasar a estudiar a distancia, bachillerato nocturno o simplemente dejarlo», lamenta. Marina cedió. «Me decidí a estudiar a distancia porque estaba muy quemada con la situación, con sentirme culpable por estar enferma». Sus calificaciones bajaron, «pero a cambio mejoró mi tranquilidad y calidad de vida».
La joven tardó años en volver a una consulta de neurología, incluso después de haber pasado esa línea fronteriza de la mayoría de edad. «Creo que me quedó tan mal sabor de boca de aquella primera experiencia que no me quedaron ganas». Intentaba frenar el dolor con calmantes, «si bien el efecto que me hacían era casi nulo». Fruto de la desesperación, lo intentó con consejos de «gurús, pseudoterapias, terapias naturales, el típico piercing y dietas; pero evidentemente, nada funcionó».
Llega la etapa universitaria. «Justo me pilla el plan Bolonia, con el exceso de presencialidad y les llevo un certificado médico que explica mi caso, pero volvemos a lo mismo. Vuelvo a estar hiper presionada, compañeros y profesores no entienden mi situación, hay muchos trabajos en grupo, aguanto así un par de años y en esas mi padre enferma y, finalmente, fallece». Y a raíz de ese mal momento personal, las crisis aumentan de frecuencia y Marina deja la universidad.
La eficacia de los tratamientos
«Meses enteros sin salir de casa, 25 o 30 días de crisis de migraña al mes. Podían ser más o menos fuertes, pero siempre estaban ahí». En ese callejón sin salida, aunque Marina «había pérdido la confianza en la medicina», vuelve a consultar a un neurológo a raíz de la buena experiencia que había tenido una amiga. Una decisión que tomó hace diez años y que le ha cambiado la vida. «Empecé mi primer tratamiento preventivo, antiepilépticos. Hubo cambios, idas y venidas, pero he seguido con él hasta hoy y es el que me ha permitido vivir». Tanto, que pudo volver a la universidad presencial, acabó la carrera de periodismo e hizo un máster en nuevas narrativas.
Marina pasó de treinta a veinte migrañas al mes y, si bien para ella era un gran logro, se dio cuenta que había normalizado una situación que, en realidad, también mermaba su calidad de vida. «Me derivaron a la Unidad de Cefaleas y, como vieron que cumplía los criterios, fui probando otros tratamientos preventivos. Ahora me están dan anticuerpos monoclonales y ahora sí puedo decir que se han rebajado las crisis, estoy entre tres y cinco al mes».
Aun así, reconoce que las personas como ella, que sufren migraña crónica, distinguen «la sombra de dolor» y el de las crisis. «Aunque estas hayan bajado, no recuerdo ni un solo día de mi vida en el que no haya tenido algo de dolor. Es duro y hay que aprender a vivir con ello».