Un mar de plástico negro en el cementerio de Bucha

Mikel Ayestaran | Colpisa ENVIADO ESPECIAL | BUCHA

INTERNACIONAL

Un policía colabora con el personal forense en la identificación de cadáveres en Bucha
Un policía colabora con el personal forense en la identificación de cadáveres en Bucha ROMAN PILIPEY | EFE

Los operarios abren y cierran bolsas con cadáveres al ritmo que marcan los ocho agentes de la Policía que realizan los registros y las identificaciones

07 abr 2022 . Actualizado a las 08:29 h.

Un mar de bolsas de plástico negro se extiende ante el cementerio número 3 de Bucha. Ocho agentes de policía toman notas con sus bolígrafos y dan órdenes a los dos operarios de la funeraria King. Una por una se van abriendo las bolsas. Las cremalleras rasgan el silencio de un cielo plomizo. La apertura suena lenta, como si el operario no quisiera ver lo que contiene. El cierre es rápido. Un alivio. «Ya no hay voluntarios recogiendo cuerpos, ahora somos las fuerzas de seguridad las que registramos casa por casa y los traemos aquí. Los vecinos nos avisan y nosotros acudimos», informa uno de los uniformados.

Después de seis semanas de guerra el camposanto volvió a estar operativo el martes y llegaron dieciséis cuerpos, a primera hora de ayer ya tenían sesenta, tres de ellos de mujeres y uno de un niño. Los operarios solicitan más bolsas de plástico negro. Tras la apertura de cada una se inspecciona el cadáver. Se revisa si tiene documentación para poder identificarlo y avisar a la familia y se hace una primera revisión sobre la causa de la muerte. «Éste es el primer paso, luego estos cuerpos van al tanatorio, donde se realizará un segundo estudio por parte de forenses. Es importante saber las causas de cada muerte», explica el mismo agente sin dejar de hacer anotaciones. Es el único de los policías que es del cuerpo local de Bucha. El resto son refuerzos llegados de Kiev. En algunas de las bolsas ya cerradas han puesto una cinta adhesiva roja para señalar a «voluntarios de Ejército que fueron ejecutados», según el agente. También afirma haber encontrado cuerpos con marcas de tortura, uno con una soga al cuello y varios calcinados. Los trabajadores de la funeraria son quienes se ponen los guantes de plástico de color azul para revisar si cada muerto tiene documentación encima y levantan su ropa para ver si hay impactos de bala u otras heridas. Cuando termina la operación y reciben la orden de cerrar. La cremallera vuela. Cada cierto tiempo se meten a la pequeña caseta que usa la compañía como almacén. Allí les espera un trago de vodka.

Hay cuatro bolsas que se abren a la vez. Son los cuerpos de una familia cuyos restos han aparecido en la calle Staroyablonska, como reza una etiqueta de color blanco en la que hay también un número de teléfono.

Olor ácido

Salir del cementerio supone dejar atrás un olor ácido que se queda pegado en la ropa y produce una nausea permanente. No es el hedor de los cuerpos al descomponerse en climas cálidos, cuando se pudren entre el zumbido de las moscas. Es el hedor de una descomposición más lenta gracias al frío, pero entra también directo al estómago. Salir del cementerio supone dejar atrás una ciudad de los muertos para entrar en otra. Solo hace falta poner un pie en Staroyablonska para conocer que esos cuatro cuerpos llegados al mar de plástico negro del cementerio son los de «Anna, con su hijo Sergei y sus dos nietos. Los rusos fueron a su casa la noche del 14 de marzo, les obligaron a salir al jardín desnudos y allí se rieron de ellos, les ejecutaron y luego quemaron sus cuerpos. Esta misma mañana han venido a recoger sus restos», cuenta con la cara llena de espanto Vera Zozuliya, vecina y amiga de Anna de toda la vida. Esta es la zona de Bucha que se funde con el bosque. Una sucesión de casitas de campo con sus huertos y animales.

En el cruce entre Staroyablonska e Ivana Franka un militar hace señas con los brazos y señala en dirección a la vía del tren. Allí se encuentran Nazar y Vasil, dos jóvenes del barrio que colaboran con la Policía en la localización de cuerpos. Acaban de ver uno tirado junto a la vía. No son capaces de saber su identidad, pero no se atreven a acercarse por temor a posibles minas. Ivana Franka es una de las zonas cero de Bucha. Los rusos establecieron aquí una de sus bases, tomaron los hogares y no tuvieron piedad con quienes optaron por quedarse. Entre ellos Roman Gavryliuk y Serhiy Dukhliy, padre y tío de Nazar. «Los ejecutaron dentro de casa y dejaron los cuerpos tirados. Tratamos de convencerles para que dejaran la casa, pero no nos hicieron caso. Yo escapé gracias a un corredor humanitario con mi madre, pero he vuelto hoy y sus cuerpos ya no estaban. Me han dicho los agentes que los han llevado al cementerio número 3», dice Nazar a las puertas de su vivienda, reconvertida en almacén de municiones de Rusia. Los soldados salieron a la carrera y dejaron atrás todo un arsenal.

Todos los caminos en Bucha llevan ahora a ese cementerio en el que los operarios siguen subiendo y bajando cremalleras al ritmo que marcan los agentes. Es el ritmo de la muerte sembrada por la ocupación rusa.