Dice Salvador Pániker que «cuando comienzan las palabras por mayúscula -Patria, Partido, Dios-, empiezan los crímenes». Los atentados de París y el asalto al hotel de Mali vinieron precedidos por un incremento notable de la presencia de mayúsculas en las redes sociales, donde las letras altas y gruesas son las isobaras que anuncian los huracanes del fanatismo y la exaltación.
En esas aguas infestadas de lemas tan simples como brutales, los yihadistas captan con sus mensajes gregarios a ciertos occidentales idiotizados. Estos yihadistas de Inglaterra, Francia o Alemania están ansiosos por recibir la palmadita en la espalda de un macho alfa que les haga sentirse parte de una manada todopoderosa. Son europeos descreídos, aburridos ya del saludable relativismo y laicismo occidental, que sienten tal afán por afiliarse al club de los elegidos -aunque el selecto club sea en este caso el demencial Estado Islámico- que acaban devorados por un odio superior a instintos primarios como los de supervivencia o conservación de la especie. Por eso, porque ya están al otro lado de la puerta, en el edén donde crecen las mayúsculas y las certidumbres inamovibles, la muerte les da igual. No les importa pagar con ella el precio de cobrarse la vida de los infieles.
Es lo que tiene dejarse incendiar por las mayúsculas. Uno empieza por profanar la ortografía y luego, como apunta Pániker, vienen los crímenes. Si los yihadistas hubiesen leído a Lázaro Carreter sabrían que en realidad el tamaño no importa. Y que la palabra más grande que podemos abarcar, universo, comienza con una humilde minúscula.