Las nuevas mil y una noches de Raqa

INTERNACIONAL

YASIN AKGUL

El apoyo de Occidente y sus aliados en Oriente Medio a la insurrección contra Bachar al Asad hace muy difícil derrotar al califato, al fin y al cabo un producto de la revuelta en Siria

12 abr 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Raqa, a orilla del Eúfrates, fue en tiempos la capital de los califas abasíes. Era allí donde pasaba los veranos el mítico Harun al Rashid, el califa que aparece mencionado en Las mil y una noches. Hoy Raqa es la capital de un Estado en el que precisamente ese libro está prohibido, entre otras muchas cosas. Allí está el feudo del Estado Islámico que dirige un califa muy diferente a Harun al Rashid, el oscuro Abu Bakr al Bagdadi, un hombre que lleva un reloj suizo de marca en la muñeca pero que ha creado una distopía islámica de las dimensiones de Gran Bretaña y con una población mayor que la del Líbano.

Casi un año después de la fundación del califato del Estado Islámico de Irak y Siria, el fenómeno sigue desconcertando a muchos. ¿Cómo es posible que haya surgido algo así y que logre mantenerse? ¿Cómo ponerle fin? Son preguntas retóricas. La peripecia del Estado Islámico no es incomprensible y las condiciones necesarias para ponerle fin son más o menos fáciles de atisbar. La cuestión, como casi siempre sucede con los problemas irresolubles, es que resolverlos chocaría con otras prioridades.

EE.UU., cautivo de turcos y saudíes

Un hecho sobre el que no se ha insistido lo suficiente es que el Estado Islámico es un producto de la insurrección contra Bachar al Asad. Las simpatías de las que gozó en los medios esta revuelta contra una dictadura, y el apoyo que sigue teniendo por parte de los países occidentales y sus aliados en Oriente Medio, hace muy difícil contextualizar el problema, y más aún resolverlo. Sin el caos de la guerra civil siria hubiese sido imposible para el Estado Islámico hacerse con el control de un territorio y desestabilizar a la vecina Irak. Por la misma razón, para derrotar al Estado Islámico sería imprescindible el fin de la guerra civil siria. Dado el equilibrio de fuerzas, esto solo puede ocurrir mediante la victoria del régimen o, en el mejor de los casos, un pacto que implique la permanencia de Bachar al Asad con algunas reformas. Pero aunque Washington ha empezado a dar señales de inclinarse ante esta evidencia, hoy por hoy le resulta imposible proponérsela a sus aliados Turquía y Arabia Saudí, que han invertido demasiado en la caída de Al Asad como para echarse atrás ahora. Estos dos países, junto con otros, siguen manteniendo viva la guerra en Siria por medio de su apoyo financiero y logístico a la oposición yihadista.

Las dificultades diplomáticas han llevado a la comunidad internacional a optar por una estrategia de contención consistente en bombardeos aéreos, que han logrado frenar la expansión del Estado Islámico, pero no pueden hacer ya mucho más. Acciones más decididas, como el asalto a Tikrit por fuerzas iraquíes dirigidas por oficiales iraníes, han arrojado un resultado algo más esperanzador, pero no demasiado. Tikrit ha caído, pero a un coste en tiempo y sangre que no permite hacerse ilusiones respecto a bastiones como Mosul, seis veces mayor.

Expansión territorial por imitación

Y mientras en el escenario del conflicto es evidente la parálisis, un fenómeno de imitación crea la sensación de que el Estado Islámico progresa en otros lugares. Grupos locales en Libia, Nigeria o Egipto realizan acciones violentas en nombre del Estado Islámico. No está claro hasta qué punto existe una relación orgánica entre estos grupos y el califato, pero, en todo caso, el capital simbólico, la imagen de poder y terror de la que se nutren esos grupos, sigue dependiendo del hecho crucial de que el Estado Islámico controla un territorio desde el que desafía a la comunidad internacional. Mientras sea así, desgraciadamente, seguirá funcionando como un imán para miles de radicales que quieren emularlos, o incluso desplazarse a vivir en el país de las mil y una noches del califa Al Bagdadi. Intentar impedirles viajar, la estrategia en la que se centran ahora todos los esfuerzos de la comunidad internacional, es una medida casi irrelevante. Mientras Occidente siga atado de pies y manos por su política de alianzas en Oriente Medio solo cabe esperar que, con un poco de suerte, el califato vaya erosionándose por sí mismo.