En principio parecería que estamos ante una repetición de la Revolución Naranja del 2004. Pero hay diferencias importantes. Entonces existía un factor legitimador para la oposición: la convicción de que se había producido un fraude electoral. El Gobierno actual, sin embargo, llegó al poder en el 2010 tras unos comicios certificados por la comunidad internacional. La decisión del Ejecutivo de Víktor Yanukóvich de no firmar un pacto de libre comercio con la Unión Europea puede justificar protestas (aunque no firmarlo estaba dentro de sus prerrogativas), pero es un argumento débil para exigir la caída del Gobierno, sobre todo cuando hay unas elecciones presidenciales previstas para 2015.
¿Qué ocurre, entonces? Lo que ocurre es que este asunto menor del acuerdo comercial con la UE ha puesto en marcha un nuevo capítulo en un drama típicamente ucraniano: el de la larga lucha entre sus dos familias políticas. Una, la casta rusófona ahora en el poder, siempre ha basado su fuerza en su control del este industrial del país, lo que le permite fomentar el clientelismo y ganar elecciones. La otra, la casta rusófoba del oeste, en cambio, carece de la cohesión necesaria para ganar elecciones, por lo que se ha acostumbrado a optar por el atajo de la asonada callejera, sabiendo que contará con el apoyo mecánico de Bruselas. Desgraciadamente, una vez en el poder, esta oposición no ha demostrado ser menos corrupta ni ineficiente que sus rivales. Solo un cambio de sistema, como dice la oposición, podría sacar a Ucrania de este marasmo. El problema es que la oposición es también parte de ese sistema que habría que cambiar.
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