CIA: no es oro todo lo que reluce

Por Enrique Clemente

INTERNACIONAL

La aún por aclarar eliminación del jefe de Al Qaida supone un hito en la trayectoria de la CIA, marcada por descomunales errores, como su incapacidad para evitar el 11-S o su afirmación de que Sadam poseía armas de destrucción masiva que llevó a la guerra de Irak, además de mortíferas operaciones encubiertas y asesinatos

15 may 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

Después de una historia llena de espectaculares errores que han costado la pérdida de miles de vidas, la CIA se apuntó al fin un gran tanto con la operación que terminó con la vida de Osama Bin Laden. Según su director, Leon Panetta, que pronto dejará el puesto a David Petraeus, era «la culminación de muchos años de trabajo intenso e incansable», en los que llevó a cabo «operaciones clandestinas altamente complejas e innovadoras» y tuvo que «recopilar información por medios humanos y técnicos».

En todo caso, no se conoce aún exactamente el papel que desempeñó la agencia, qué parte del éxito debe atribuirse a la labor de sus espías y cuál a las torturas que practicó con el visto bueno de George W. Bush, ya que, al parecer, la pista clave que llevó hasta la guarida del enemigo público número uno, el nombre de uno de sus correos, la logró mediante el ahogamiento simulado (waterboarding).

La agencia de inteligencia creada por el presidente Harry S. Truman en septiembre 1947 con el objetivo de que no se repitiera un nuevo Pearl Harbour y que lo mantuviera informado de lo que sucedía en el mundo erró fatalmente en la prevención del 11-S y proporcionó a Bush el argumento fundamental, más bien la excusa que necesitaba, para desencadenar la guerra de Irak, al asegurar que Sadam contaba con armas de destrucción masiva. Y no hay que olvidar que hasta el pasado 2 de mayo había fracasado en todos sus intentos de localizar a Bin Laden durante 15 años. Tampoco ha logrado encontrar ni a su número dos, el egipcio Ayman al Zawahiri, ni al mulá Omar.

Pero sus errores se remontan en el tiempo, casi al mismo momento de su puesta en marcha. Su larga ristra de fallos se inició cuando, en septiembre de 1949, informó a Truman de que la URSS tardaría al menos cuatro años en hacerse con armamento nuclear. Al cabo de solo tres días el presidente se veía obligado a anunciar que Stalin tenía la bomba atómica. No previó la entrada de China en la guerra de Corea en 1950, ni la revolución húngara de 1956, ni la de Jomeini en Irán en 1978, ni la invasión iraquí de Kuwait en 1990, ni la caída de la URSS en 1991, ni que los guerreros islámicos -incluido Bin Laden- a los que apoyó en Afganistán se volverían dramáticamente contra Estados Unidos. Sobredimensionó, en 1958, el potencial soviético al pronosticar que poseería 500 misiles intercontinentales en 1961, cuando en realidad ese año solo llegó a tener cuatro. Pero fue de un extremo a otro, porque en 1965 subestimó el gran esfuerzo de su adversario en esta materia. Llevó al presidente Kennedy al desastre de la bahía de Cochinos y un año después le aseguró que el establecimiento de misiles en Cuba era «incompatible con la política soviética actual», y solo un mes más tarde un avión U-2 fotografiaba los emplazamientos.

Los analistas de la CIA «malinterpretaron las intenciones y capacidades de sus enemigos, calcularon mal la fuerza del comunismo y no supieron juzgar adecuadamente la amenaza del terrorismo», concluye Tim Weiner en su magnífico libro Legado de cenizas (Debate, 2008).

Pero la historia de la agencia no es solo la de sus reiterados fracasos, sino que también tiene una parte siniestra compuesta por mortíferas operaciones encubiertas, asesinatos consumados o frustrados de dirigentes mundiales, desestabilización de regímenes democráticos o fortalecimiento de dictaduras. Uno de sus períodos más negros fue cuando después del 11-S Bush la autorizó a utilizar diversas modalidades de tortura contra los sospechosos de terrorismo, como la privación del sueño, el ahogamiento simulado, la exposición a temperaturas extremas, el aislamiento prolongado, la intimidación con pistolas y taladradoras y las amenazas con matar a sus familiares. El secuestro de ciudadanos en terceros países, la creación de Guantánamo o las cárceles secretas en dictaduras forman parte de su «legado de cenizas», siguiendo la expresión de Eisenhower sobre la situación en que dejaba el servicio de espionaje.

En su libro La historia secreta de la CIA (Península, 2003), centrado en la época de la guerra fría, Joseph J. Trento dice sobre sus agentes que, «al dejarles actuar a su libre albedrío, violaron las normas una y otra vez». Y es contundente: «A lo largo de la guerra fría, cientos de miles de personas murieron en una serie de luchas de poder y operaciones secretas, a menudo motivadas por intereses que poco tenían que ver con el bien de la nación».

La CIA está muy lejos de ser esa agencia todopoderosa mitificada en películas y libros. «El país más poderoso en toda la historia de la civilización ha sido incapaz de crear un servicio de espionaje de primera línea», escribe Weiner. Su trayectoria está llena de «locuras y desventuras, junto con actos de valentía e ingenio», repleta de «éxitos fugaces y fracasos duraderos». Sus errores «han resultado fatales para legiones de soldados y agentes extranjeros estadounidenses; para los aproximadamente 3.000 norteamericanos que murieron en Nueva York, Washington y Pensilvania el 11 de septiembre del 2001 y para los otros 3.000 -cuando escribía estas líneas en el 2007- que han muerto desde entonces en Irak y Afganistán». Pero «el crimen de consecuencias más duraderas no ha sido otro que la incapacidad de la CIA de llevar a cabo su misión fundamental: informar al presidente de EE. UU. de lo que ocurre en el mundo».