El concepto del mundo poco a poco se va haciendo en Antoni Tàpies más universal y, también, más íntimo. Los signos adquieren el significado de objetos y, mientras otros pintan la realidad que se ve desde una ventana, él pinta la inmortalidad de una cruz o una flecha, inserta pensamientos escritos y da vida al rojo de una pequeña mancha. La ventana para Tàpies es el propio cuadro, que se llena con aportaciones cotidianas, desde un simple sobre de papel a una cuerda o un calcetín, porque para él toda huella es susceptible de mostrarse con emotividad.
Quizá no es fácil esa primera percepción, porque la de Antoni Tàpies es una propuesta compleja en la que no solo cuenta lo que se ve, sino lo que hay detrás; y detrás existe una idea libre del arte, desembarazada de clichés academicistas, que necesita de la poesía de san Juan de la Cruz tanto como de la de Valente, que ama la tradición, pero precisa del presente para reinventarse. Con todo, no siendo fácil ese primer encuentro, cuando el diálogo se produce, lo difícil es desengancharse.