El bosque desanimado

GALICIA

María Pedreda

13 ago 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

A propósito de los incendios nuestros de cada día, hay que ir al desván y desempolvar el ejemplar de El bosque animado que está debajo de esa pila de trastos que aguardan la fecha de desahucio. Es verdad que puede leerse como un libro fantástico en el que el autor se adelanta a Tolkien y a Disney, pero también hay buenas dosis de historia y etnología que no vienen mal para entender lo que pasa. Como el libro data de los años cuarenta ayuda a hacerse una idea de cómo era la Galicia de entonces. Para empezar, las fragas estaban habitadas por un sinnúmero de seres, tanto corpóreos como incorpóreos, humanos, animales o vegetales, que se relacionaban con normalidad y estaban atentos a lo que sucedía en su entorno. Cualquier intruso con malas intenciones difícilmente pasaba inadvertido al vecindario y no tardaba en ser rechazado.

Después hay otro aspecto en la obra de Wenceslao Fernández Flórez —un Indiana Jones sin látigo en busca de la Galicia ignorada— que llama la atención. Por ella transitan gallegos híbridos, mitad urbanos y mitad rurales, que van de un mundo al otro utilizando el apeadero de Cecebre como el equivalente del espejo de Alicia. Se trata de la aldeana que acude a la ciudad a vender unas mercancías, o de la veraneante que pasa temporadas en el pueblo. Ambas se encuentran en el meeting point de la fraga. Es fácil deducir que no existía desconexión entre ambas realidades aunque su relación no fuese idílica. Ese vínculo duró bastante tiempo, como demuestra que la mayoría de niños gallegos de ciudad tuvieran una aldea donde los esperaba la rama de la familia que había permanecido en el lugar de origen, cultivando el pasado.

Si ahora alguien utilizase El bosque animado como navegador para recorrer las fragas que existían en aquellos tiempos, encontrarían sitios inhóspitos. Las almas en pena, las meigas y la flora y fauna parlantes se han ido hace tiempo, derrotadas no por la racionalidad, sino por supersticiones tecnológicas menos emocionantes y más caras. Lo mismo sucede con los humanos que retrata Wenceslao. Sus descendientes vivirán fuera, tendrán una propiedad forestal asilvestrada o una plantación que usan como una hucha en caso de necesidad. Si acaso un negocio de turismo rural les permitirá recrear el mundo perdido, a semejanza del Parque Jurásico.

 Ochenta años, después Galicia cuenta con un ejército de miles de efectivos, helicópteros, aviones, drones, cámaras y toda suerte de artilugios para luchar en un medio hostil contra fantasmas incendiarios que llevan décadas jugando al escondite y burlándose de las hipótesis. La diferencia con aquel entonces es que los bosques animados antes eran nuestros, cercanos, familiares, mientras que ahora son una terra incognita que solo vemos a distancia desde la autopista.

Defensa del chiringuito

Ocurre con los chiringuitos igual que con las obras faraónicas. Debido a una subversión semántica, lo que son grandes logros de la humanidad se convierten en algo preñado de connotaciones negativas. ¿Quién puede dudar de la contribución de los faraones a la riqueza egipcia? Miles de años después buena parte del PIB del país se debe a la atracción turística que ejercen las pirámides, esfinges y momias legados por aquellos visionarios. O sea que Egipto sería en la actualidad una nación mucho más pobre sin esas obras faraónicas. En cuanto al chiringuito, término acuñado por el periodista Cesar González Ruano, no cabe duda de que es un oasis en las playas que tienen la fortuna de contar con uno. No son superfluos, ni pueden considerarse una hostelería apócrifa. ¿A qué viene entonces llamar chiringuitos a los organismos autónomos, agencias y demás fauna de la administración paralela? Estamos ante una flagrante injusticia. Algo tendrían que hacer los faraones y chiringuiteros para reivindicar su prestigio.

«¡Serenooo!»

No, la figura del sereno no es propia del franquismo, de modo que reivindicarla no acarrea represalias. Su utilidad fue tal que estuvo presente en las calles desde el XVIII a finales de los setenta. Era el guardián nocturno con un cometido variopinto que incluía abrir puertas, evitar desmanes menores, anunciar el estado meteorológico («¡sereno!» decía cuando el tiempo era bueno) y otros asuntos sobre la marcha. Todo eso es anacrónico, pero no así otra de sus misiones relacionada con el encendido y apagado del alumbrado. Gracias a él no se malgastaba, y es eso de lo que se trata con las pintorescas disposiciones gubernamentales, cuya vigilancia será ardua. Corre el riesgo el Gobierno de que se le tome como al pito de un sereno, con lo que se alude al silbato que llevaban y no a otra cosa. Ademas, la penumbra que se decreta sería más llevadera contando con estos profesionales de la noche, dicho en el mejor de los sentidos. Feijoo, que ejerció en Cambados de mestre del Capítulo Serenísmo del Albariño, no podría oponerse.