
María Elena, una vecina de Nodeirinho, regresa a su casa, «pero ya nunca será lo mismo»
24 jun 2017 . Actualizado a las 05:00 h.El destino pasó por la aldea de Nodeirinho repartiendo suerte y desgracia sin un patrón comprensible. Una casa calcinada a la derecha del camino, otra contigua intacta; un gallinero en pie y el galpón de enfrente derretido por las llamas... Sentados a la puerta de las ruinas de su casa, Adelino Fonseca Simões y su mujer apuntan en un folio los esfuerzos de sus vidas que se llevaron las llamas. A dos metros, María Elena, una anciana enlutada, que sale y entra de su vivienda sin creerse aún que la suya esté intacta, se acerca con bolas de pañuelos en las manos que llena de lágrimas cada diez palabras. «Estoy harta de enterrar vecinos», responde tras la pregunta de cómo vive la vuelta a su hogar. Once de los cincuenta residentes de su aldea perdieron la vida en el incendio. «Veíamos el fuego a kilómetros, en Pedrógão, y hasta fuimos mi hija y yo a pasear al pueblo para verlo. Y cuando volvimos a la aldea no pudimos acercarnos a casa», rememora llenando sus gafas de lágrimas. «Era una lluvia de fuego. Aún veo a aquel hombre que quiso escapar hacia el monte y se lo comieron las llamas», dice transmitiendo un dolor en los ojos imposible de olvidar.
Todo está ya en orden en el interior de su hogar: luz, agua, teléfono. «Solo la televisión no ha vuelto», pero no le hace falta para que le cuenten la tragedia que marcará la historia de Pedrógão Grande. «Ni las gallinas han vuelto a comer, todo es miedo y pena», dice. Su vecino abre el maletero del coche para mostrar lo que le ha quedado, «y esas dos maletas y el paraguas» que cuelgan de la entrada de lo que fue su casa, la que levantó su padre hace ochenta años. «Condeno a la política portuguesa», exclama en un profundo desahogo y preguntándose por qué nadie ha pasado por su hogar a ver cómo ha quedado, o por qué si se sabía desde tres días antes que había mucho riesgo de incendios «nadie tomo medidas». «Yo sí que tuve siempre la preocupación de limpiar la finca y los alrededores, lo hacía cuando era profesor, cuando fui militar o cuando trabajé en una fábrica. Yo sí me preocupé, pero ahora, aquí ya no tengo nada».
Continuar por las serpenteantes carreteras que unen Pedrógão con Góis y Figueiró dos Vinhos da para todo un tratado de interpretación del fuego. Tania, una holandesa afincada en la comarca, demuestra ante las cámaras de televisión que los castaños, robles y olivos hicieron una barrera infranqueable que salvaron su Quinta da Fonte en Figueiró.
A unos diez kilómetros de allí, en la aldea de Figuera, María Pereira y su marido Carlos se afanan en limpiar los rastros de las bolas de fuego, aceite y gasoil que salieron disparadas como proyectiles del tractor aparcado delante de su casa y que explotó al ser devorado por el fuego.
«Estábamos regando y comentando el fuego que veíamos a lo lejos, y en dos minutos vino un huracán y trajo llamas de todas partes. Cerramos todo y escapamos», relatan mientras muestran su casa. «No veíamos nada, alguien golpeó las ventanillas del coche y entró con todos los brazos quemados. Era Gina», su hija y su madre fueron encontradas carbonizadas. «Me queda el consuelo de haberla salvado a ella», dice, mientras Carlos carga contra los que ahora se aprovechan de la tragedia vendiendo falsos seguros a los afectados; haciéndose pasar por policías para entrar en las casas o los que asaltaron viviendas de víctimas mortales. «El hombre es capaz de lo mejor y de lo peor en estas circunstancias», concluye.