Maria murió, como no podía ser de otra forma, sobre su jardín de flores, pero el cadáver envenenó la tierra y aún a día de hoy permanece la huella en ese lugar. Tardaron una semana en encontrarla, no porque se la buscase, sencillamente nadie la echó la menos. Ese jardín es ahora un testigo silencioso de una de tantas historias que acontecen en Galicia. Vivimos en un desierto verde, abundante en precipitaciones, pero deshabitado de personas. Un desierto que se despuebla a marchas forzadas. En este proceso nos encontramos que, a diferencia de los desiertos del Magreb, aquí la gente no vive apiñada en tribus alrededor de un oasis. Aquí cada vez son más y más las personas que afrontan solas la vida, auténticos anacoretas, que aún sin saberlo son ermitaños del siglo XXI. A diferencia de los modernos singles, jóvenes formados que deciden vivir solos, estas personas provienen de otro mundo y otro tiempo, aquel en el que distintas generaciones convivían bajo un mismo techo y los jóvenes cuidaban de los viejos como antes habían cuidado de ellos.
Pero la emigración está lapidando nuestros verdes valles, y estos aguerridos supervivientes de aquellos años de miserias, permanecen anclados a sus casas, raíces y costumbres milenarias mientras el resto de la sociedad avanzamos tan rápido que no podemos perder unos instantes al día en saber si María sigue viva.
No seré yo el que me atreva a dar la fórmula para revertir la situación, pero sí clamaré por aquella que puede dignificarla para garantizar que ninguna otra María descanse en su jardín de flores cinco días antes de que el panadero se decida a bajar hasta su casa al ver que la hogaza de pan que había dejado atrás permanecía en su sitio. Ante esta situación, es de extrema urgencia cubrir esos casos de dependencia sin prestación, garantizar que una vez al día esta gente tenga unos ojos amigos que le diga «María, tienes mala cara, vamos al médico». O sencillamente garantizar que María pueda morir sobre su jardín de flores sin miedo a pudrirse en él.