Las campanas robadas

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado ESCRITOR Y PERIODISTA

GALICIA

Quien roba una campana, la roba por el bronce, pero lo que se lleva, al final, es el sonido de las mañanas de domingo, el recuerdo de los natalicios, las bodas y los muertos. En fin, se lleva la voz de las aldeas

29 ene 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando era pequeño, mi abuela Ángela me hizo aprender los nombres de las campanas de la catedral de Mondoñedo como quien memoriza la alineación de un equipo de fútbol. Solo recuerdo las tres mayores, que son las que se tocan durante las fiestas de As San Lucas: Prima, Ronda y Paula. Es por esta última por la que a los mindonienses se les conoce como «os da Paula», como si fuesen hijos de la campana misma.

No son solo las de Mondoñedo; en principio, todas las campanas se bautizan, o se bautizaban, con un ritual que incluía el lavado -con agua bendita, aceite y sal-, el recitado del De profundis, una enumeración de las virtudes conferidas al metal y una bocanada de incienso dentro de su cuerpo. Berenguela, Garrida, Grande... En Galicia, los nombres de las campanas, como los de las vacas, son una onomástica que hace que el paisaje se haga más humano. Es en lo que es más rica Galicia, en nombres: cada metro cuadrado, cada animal, cada campana.

Por eso, igual que echo en falta que, cuando una vaca es protagonista de una noticia, nos digan cómo se llama -como si a las vacas les preocupase el anonimato-, también en estos días, en los que se volvió a hablar de los robos de campanas, eché de menos que se diesen sus nombres. Aunque está claro que eso no es lo importante, sino que de nuevo hayan vuelto a robar una, o dos en este caso. Esta vez les tocó a las de San Benito de Seráns, en Porto do Son, que pesaban media tonelada. Antes habían sido la de Noicela en Carballo, la de Monte Torán en Vimianzo, la de la ermita de Castenda en A Vila de Abade, la de Arcai de Abaixo en Gorgullos, la de Santa Susana de Numide, la de la capilla de Alborís en Rus; todas desaparecidas en los últimos años.

Antiguamente, se hubiese sospechado que esto fuese obra de nubeiros, aquellos brujos que hablaban castellano y estaban especializados en provocar tormentas. Se decía que estudiaban en unas cuevas subterráneas que había bajo la Universidad de Salamanca, donde aprendían esta variante destructiva del oficio de meteorólogo. Odiaban el sonido de las campanas porque, según otra superstición muy extendida, tenían el poder de ahuyentar la tormenta. Pero parece que los ladrones de campanas actuales son personajes bastante más prosaicos, una rama menor de la mafia del cobre. Cuando robaron la campana de la ermita de Caranza, en Ferrol, la Policía Nacional logró detener a uno en un control rutinario en la provincia de Badajoz. Le mandaron abrir el maletero y se encontraron allí la vieja campana, como un secuestrado en una película de gánsteres.

La mayoría de las campanas robadas no tendrán tanta suerte. Vendidas en Portugal al peso, las habrán fundido para hacer cañerías o pies de lámpara, que es un destino bien triste para una campana. Quien la roba, la roba por el bronce, pero lo que se lleva, al final, es el sonido de las mañanas de domingo, el recuerdo de los natalicios, las bodas y los muertos, el registro de los trabajos y las horas. En fin, se lleva la voz de las aldeas, a las que no les queda ya mucha. Rosalía, cuya poesía está atravesada de tañidos de campana, parecía profetizarlo cuando escribió aquello de «Si por siempre enmudecieran, / ¡Qué tristeza en el aire y el cielo!».

Porque, en cierto modo, esto del expolio de las campanas es tanto un hurto como una metáfora. Las aldeas se despueblan, las iglesias quedan cerradas y por eso es fácil robar en ellas. Algunas de esas campanas esperan ya inmóviles, la madera del yugo podrida por la humedad y el tiempo. Si suenan, es, como en las viejas novelas góticas inglesas, únicamente porque sopla un fuerte viento repentino.