La comunidad encara la salida de la crisis con el lastre de complejos problemas estructurales y con indicadores macroeconómicos alentadores sin apenas reflejo sobre el empleo y la inversión
11 oct 2015 . Actualizado a las 05:00 h.La macroeconomía va como un tiro en Galicia. La agencia de calificación de riesgo Standard&Poor?s acaba de bendecir la solvencia financiera de la comunidad, equiparando la calificación de su deuda a la del Estado. La misma agencia que sitúa la nota de Cataluña por debajo del bono basura, con un análisis que penaliza el «incremento de la tensión política con el Gobierno central», avala la disciplina contable gallega. Aunque su endeudamiento aumentó en 5.177 millones entre el 2009 y el 2013, hasta alcanzar los 9.131 (el triple que diez años atrás), Galicia hace sus deberes. En el 2014 fue una de las cuatro comunidades cumplió el objetivo de déficit del 1 %, y este año se ajustará al 0,7. Y sin embargo nada de esto parece estimular todavía el empleo y la inversión, en un momento clave para rentabilizar las potencialidades del país en sectores como la pesca y acuicultura, el turismo o la aeronáutica. Pasan los años y el avance de esta Galicia menguante sigue limitado por los mismos problemas.
Algunos ya son crónicos, pero ninguno tan grave como la sima demográfica en la que continúa hundiéndose este país. El panorama es dramático. Galicia pierde cada año 17.000 habitantes. La consecuencia de uno de los saldos vegetativos más pobres del mundo (10.000 nacimientos menos que fallecidos cada año) es una comunidad cada vez más envejecida y con escaso atractivo para captar población inmigrante. Entre el 2012 y el 2013, 14.000 extranjeros hicieron las maletas al no encontrar aquí las oportunidades que buscaban. Y muchos gallegos toman el mismo camino. Es esa emigración de nuevo cuño, en la que abundan titulados que salen a buscar fuera la forma de sacar partido a sus currículos. Todo esto explica que solo 21 de los 314 concellos tengan más jóvenes que mayores de 65 años (en Galicia son el 23% del censo, en España, el 18), y que en 2.500 núcleos que un día estuvieron habitados ya no quede nadie.
Puede que la amenaza que proyecta sobre Galicia su declive poblacional no toque todas las sensibilidades. Pero lo que seguro que nadie pasa por alto es la luz roja que supone que el número de pensionistas (877.300 en el 2014) lleve camino de rebasar el de cotizantes (936.100 trabajadores de alta en la Seguridad Social). Ningún país puede sostener un sistema en el que las necesidades asistenciales copan una parte cada vez mayor de sus recursos.
La Xunta tardó muchos años en percatarse de la dimensión de este problema, que exige soluciones a todos los niveles. Ahora crea una dirección xeral específica en la nueva consellería de Política Social. No se trata solo de impulsar políticas que incentiven la decisión de tener hijos, también urgen medidas que dinamicen la economía del medio rural para fijar su población.
La creación de empleo es el pilar imprescindible. Galicia sale mejor retratada que otras comunidades en la foto del paro. La elevada proporción de pensionistas en su censo suaviza la tasa gallega, que pese a todo supera hoy en casi 8 puntos la del tercer trimestre del 2009. Es la diferencia que va de los 161.000 parados de entonces a los 252.000 que había a principios del pasado verano.
El bucle del minifundismo
Esas cifras se nutren, en parte, de las debilidades que mantienen contra las cuerdas sectores productivos como el agroganadero y el forestal, instalados en el bucle de un arcaico minifundismo que les impide ser competitivos y crecer en rentabilidad. La sangría del lácteo, por ejemplo, no sería la misma sin esas ataduras que condenan a los productores a sacar los tractores a la calle cada dos años para exigir otra salida a la misma crisis. En una tesitura similar está el sector pesquero, con la flota siempre a expensas de ganar cuota de captura y de hacerse oír en Madrid y Bruselas.
Tampoco el naval acaba de dejar buenas noticias. No lo son que en Galicia solo se construyan 6 de los 44 buques que integraban la cartera de pedidos de los astilleros españoles hasta abril, mientras el País Vasco concentra el 46 %. Con el eólico atascado y la automoción con una dependencia de PSA Peugeot Citroën, las miras de nuevas plataformas de despegue de la economía gallega apuntan ahora al emergente sector aeronáutico, que este año invertirá más que los otros dos en mejoras productivas.
Pero el desarrollo del país también pasa por la mejora de sus infraestructuras, otra rueda de la que Galicia no es capaz de salir. Cuando las tiene, los localismos frustran la coordinación necesaria para exprimir su potencial. Ahí están los tres aeropuertos, con una oferta solapada de la que solo saca réditos Oporto. Y también la AP-9. La vía de pago que vertebra los polos más dinámicos de la economía gallega lleva años alimentando el estéril debate sobre su titularidad. Mientras Galicia reclama y Madrid niega, la concesionaria hace caja con un negocio que expiraba en el 2023 y que, por decisión del Gobierno Aznar, seguirá en manos privadas hasta el 2048.
La otra vertiente de las obras públicas es la que mantiene a Galicia atenta a los plazos políticos. El AVE comprometido primero para el 2010 también se saltó el calendario del 2012, antes de pasar de largo por el del 2015. Ahora Rajoy ratifica que en el 2018 será posible llegar en tren a Madrid en menos de tres horas. Los técnicos hace tiempo que piensan en el 2020. Entre tanto, la comunidad sigue perdiendo servicios ferroviarios convencionales que elevan la marginación del interior y limitan las frecuencias de las principales ciudades gallegas con Madrid y Barcelona.
No es nuevo. Las demoras acumuladas por el AVE tuvieron un precedente en las autovías hacia la Meseta, que llegaron con años de retraso sobre lo previsto. Aunque también se hacen esperar las interiores que conectarán Lugo con Santiago (la A-54, que ha recibido un empujón inversor) y Ourense (A-56). Y la A-57, la futura alternativa libre de peaje a la primera autopista gallega, cuyos proyectos tampoco parecen portar marchamo de prioritarios.
Son todas grandes obras que competen a Fomento. Porque los proyectos que la Xunta tiene en cartera se han ido ralentizando al mismo ritmo que la prioridad inversora basculó hacia unos servicios básicos que cada ejercicio se comen una porción mayor del presupuesto. Sanidad, educación y asistencia social ya engullen ocho de cada diez euros. Aquí entra el debate del sobrecoste que paga Galicia por su población envejecida y dispersa. Un dato: con el 6 % de la población de España, su factura en transporte escolar alcanza el 22 % del gasto total. También se dispara el coste de la dependencia, esa ley que iba a financiarse al 50 %. La que la Xunta destinó 272 millones el año pasado. El Estado, 73.
Claro que Galicia no es la de hace diez años, pero sigue pagando las mismas viejas hipotecas.