Cuando era más joven nunca me cansaba la lluvia, estaba allí como parte de la explosión del mundo que estallaba cada día en mil posibilidades. Ni siquiera el agua de los otoños, que lo encharcaba todo, anegaba las grandes esperanzas. Ahora lo posible se esconde en las hojas del calendario que salieron volando sin que les diera tiempo a amarillear, como las de los ginkgos del campus que caen sobre el estanque y se quedan flotando como nenúfares sin raíz, sin más sentido que su propia belleza, efímera y extrema. Vendrán otros días felices, pero llueve sin descanso y la lluvia es propicia para el verde y para la nostalgia. Quizás la juventud se va cuando miras al cielo deseando que escampe en lugar de salir a la tierra y agarrarse a ella, sea barrizal o charco o duna de arena. El otro día un profesor de instituto me preguntó si Tormentito ya usa paraguas. Según su experiencia, ese es el dato que avisa de una incipiente madurez. Décadas después viene otro, más terrible, cuando mojarse no es una opción sino una condena, cuando ya no nos gustan la lluvia ni las sorpresas ni que alguien nos pregunte si nos arrepentimos de algo. El arrepentimiento no existe, existe el rencor a la vida que nos ha dejado algo a deber. Nosotros persistiríamos en nuestros errores y está bien así, aunque nos hayamos jugado todo en los casinos equivocados. Después de todo, el éxito y el fracaso son una entelequia y acaban igual. Llega un momento en que debemos retirarnos del escenario. Difícil es saber cuándo y cómo y adónde. La obligación de cotizar marca una línea, salvo que hayas ahorrado para largarte antes. No es mi caso, quedan años de cuota de autónomos, pero empiezo a pensar en ese futuro, en la existencia fenoménica de Anne Carson, en quedarme a solas con el mundo físico. «Mirar la nieve y la luz o sentir el olor de una puerta», dice ella. Una casa de adobe con un patio donde crezca un limonero o un aguacate, una montaña lejana a la que mirar cuando asome la luna, digo yo. Y una cabra y un dealer que me traiga hachís para los dolores de las articulaciones y el alma. Retorcerme poco a poco con mi melena blanca sin peinar sentada en el porche. Envejecer rápido y sin usar paraguas.