Tiene 77 años y no se retira. Seguramente porque no puede. Su vocación es cantar verdades eternas. Algunas duelen y otras consuelan
26 sep 2024 . Actualizado a las 22:48 h.Compañeros poetas, dice Silvio. Teniendo en cuenta los últimos sucesos en la poesía quisiera preguntar —me urge— qué tipo de adjetivos se deben usar para hacer el poema de un barco con hombres de poca niñez.
Así comienza su Playa Girón. Con la confirmación burlona de su independencia completa. Silvio Rodríguez no se parece a nadie y, aun así, Silvio Rodríguez interpela con una facilidad que asombra. Es lo que tiene saber cantar las cosas elementales. Las que no se esquivan. Las que esperan agazapadas en los recodos del sendero.
Silvio colecciona vivisecciones. No hay otra explicación. Solo alguien que quiere traer llantos al mundo puede escribir Ojalá, lo más mutilador que se ha hecho jamás con una voz y una guitarra. Ya en los acordes primeros, una punzada de advertencia se infiltra por el oído y trepa lentamente hasta lo más remoto del pensamiento. Pero es que entonces empieza a cantar cosas. Cosas para irse derecho a la cama. Un dolor tan puro, tan cristalino, tan absoluto, que pide la muerte por lo menos. Por lo menos. La muerte como el menor consuelo posible. Y en esa evocación momentánea del sufrimiento completo, el del pensamiento y el corazón acompasados en la sombra, rememoramos también nosotros, como Silvio, nuestras propias batallas perdidas. Nuestros ojalás y nuestros por lo menos.
No es original cantarle a la vida y a la muerte y las flores y al desamor. Claro que no. Él hace un ejercicio sencillísimo que, sin embargo, es también inaccesible. Aparece con su voz suave y, desnudando las palabras, va depositando sobre una bandeja, una por una, las realidades aguijonadas y las rosadas. Las enfurecedoras y las de esperanza. Las pasadas ya y las que vendrán aún. Silvio no es un inventor, sino uno que pinta. Que hace salir, con sus retratos de apariencia apocada pero fondo infinito, todo aquello que está escondido.
Es difícil, en serio que lo es, que no haya, al menos, una canción de Silvio que hable de ti. No de ti en un sentido figurado y colectivo e indefinido. No, no. Que hable de ti. Concreta y exactamente de ti. Que se acople a la silueta de tus recuerdos y de tu pensamiento y de tu cuerpo. Algunos dirán que eso es porque su música es como el horóscopo. Que a fuerza de navegar en las generalidades acaba creando una falsa sensación de adivinamiento. Bueno, puede ser. Puede ser, claro. Unos creen en el horóscopo y otros creemos en Silvio Rodríguez. ¿O acaso no necesitamos todos consuelo?
Hay algo de ingenuo en sus trabajos, si es que procede usar un término tan laboral para referirse a su obra. Parece en ocasiones un niño descubriendo el fuego. Primero, el asombro por su fulgor. Luego, la observación calmada —calmada pero aún pasmada— por su figura salvaje y cambiante. Luego el daño al intentar atraparlo con las manos. Finalmente, la aceptación de su lumbre y de su calor. Y es esa candidez tan evidente, tan accesible, lo que hace de él una novedad en todas las épocas. 77 años y los paisajes que colorea siguen siendo universales. No prescriben. Caminando por las calles, infiltradas entre el gentío y los ruidos, sigue habiendo mujeres con sombrero que se han perdido. Como perdidos permanecen también los unicornios azules que dejan rastro de flores mudas. Y días en los que no puede uno, porque su cuerpo tembloroso no le deja, sumarse a la plaza. ¿Cómo sumarse a la plaza cuando algo te falta hace tantos días?
Y qué cosa fuera del mundo sin todo eso. Si no se creyera, aunque sea un poco, en la locura y en el delirio. Un amasijo de carne con madera, seguramente. O quizás un eternizador de luces del ocaso. También a veces se sorprende uno a sí mismo en una renuncia impensable. Se asombra y reflexiona. Vaya, si yo con diez años de menos habría blasfemado. Con diez años de menos no habría esperado.
Y ahí continúa Silvio como un Pepito —Grillo, no de ternera—. Agarrado a los cogotes y a las orejas. Con unos poquitos acordes y unas poquitas palabras. Con un murmullo constante que narra las mañanas frías y los soles que llegarán. Claro que llegarán. Llegarán. No pueden no llegar. En el universo mitológico de sentimientos desgarrados, el que se inventó Silvio un día, hay un espacio reservado para lo que aún es imposible distinguir del todo. Para los pájaros que vendrán mañana piándole a la luz que vence y renace.