Faulkner o la colina de las estrellas: por qué tienes que leer «Luz de agosto»

FUGAS

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Casi un siglo después, «Luz de agosto» sigue marcando el camino para encontrar la esencia escondida de vivir. Aquello que nos hace a todos, a veces a nuestro pesar, hermanos

02 ago 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

En 1957, durante una charla con alumnos de la Universidad de Virginia, recibió William Faulkner una pregunta que, más que interesante, es fundamental, primaria, ineludible. La clase de interrogación que solo alguien con muchas agallas le plantearía a un escritor superestrella. «Señor Faulkner —dijo ese alguien—, ¿cómo haría usted que un pastor de cabras de, digamos, Afganistán y un señor urbanita de, digamos, Norteamérica, sin nada en común salvo la vaga noción de la humanidad, pero coetáneos al fin y al cabo, consiguieran entenderse?».

 Cualquier plumilla de la época aquella —no digamos ya de esta, que es la del esplendor de la plumilla— habría despachado el hipotético escenario con alguna gracieta. «Vaya preguntitas me hace usted, muchacho», habría dicho buscando la risa cómplice del público. La reducción al absurdo que encubre, en realidad, la falta de una respuesta. Sucede, empero, que Faulkner no era ningún plumilla. Un alcohólico, tal vez. Un arisco, seguramente. Un raro, desde luego. Pero un plumilla no. Así que como un gigante de ciento sesenta y cinco centímetros y bigote majestuoso se irguió para responder uno de los grandes dilemas de la especie. ¿Qué es eso que, por encima del idioma o de las costumbres o de la geografía, todos, absolutamente todos, compartimos por el solo hecho de ser arrojados a un mismo planeta?

«Bien —dijo Faulkner—. Creo que los llevaría a los dos a lo alto de una colina. Sí, a lo alto de una colina en mitad de la noche. Entonces, simplemente, los dejaría observar las estrellas». Eso dijo, más o menos (hay un lógico parafraseo que entiendo se condonará) el hombre que, cuatro años después, se alzó muy a su pesar con el Nobel de Literatura. Una reflexión no sencilla sino elemental, que no es lo mismo. Con el breve retrato de un instante irreal, pero verdadero, William Faulkner se revela ante su audiencia como un gran conocedor de las esencias humanas. Claro que esa cualidad ya se la sabían propia todos los que habían leído alguna vez un libro suyo. Un libro como, por ejemplo, Luz de agosto.

¿Y por qué esta obra? Bueno. La respuesta rápida es que estamos ya —seguro que se han dado cuenta— en agosto. Así que, aprovechando que el Misisipi pasa por Tennessee, es buen momento para entregarse a la retrospectiva.

Publicado en 1932, esta novela, quizás la más recordada de Faulkner —y probablemente una de las más formalmente asequibles— es a un tiempo un feroz bestiario del pecado sureño-estadounidense y un grabado cegador de bellezas pequeñas. Bondades y complicidades muchas veces agazapadas entre lo oscuro y lo lúgubre y lo perturbador y lo hiriente. Pero siempre presentes. Confirmando con cada pequeña chispa de esperanza no esperada que existe algo que, como el cemento a los ladrillos, une los destinos de los que son, al fin y al cabo, y les guste o no, congéneres. Hermanos en la categoría amplísima del género humano.

Un abismo sin retorno

El hastío gótico y tenebroso que atraviesa la obra (y esta no por temprana es una excepción) de Faulkner puede repeler. Puede, incluso, en sus picos más martilleantes, provocar mareo. Un cierre de ojos. El asomo de una náusea. Puede pensar el lector que, de la mano del que escribe y de la mano de su prosa y de la mano de su desidia envuelta en seda, es a un abismo sin retorno adonde se le está guiando. A la noción aterradora de que lo que hay bajo el sol es el reinar de los males imaginables y que danzarán estos por siempre sin ser nunca contestados.

Y es entonces, entre las atmósferas cargadas de polvo que asfixia y entre los marrones de las tierras coloreadas con sangre seca, cuando se liberan las pequeñas verdades que son, en realidad, las más importantes de todas. A las que hay que aferrarse. La convicción de que hay en todos un segundo, una milésima de segundo al menos, de redención a través de los sentimientos hondos, pesados y profundos. Tan profundos que solo pueden provenir de un lugar místico y sensible donde, aunque combatida y casi siempre vencida, anida la bondad. A veces es un susurro. A veces es un recuerdo cálido. A veces son dos personas en lo alto de una colina, bajo el manto de la media noche, observando las estrellas.