Iván Ferreiro: «Me alegro de que no existiera YouTube cuando yo empecé»

FUGAS

Pau Roca

Un año en la trinchera da para mucho. Y tres décadas en el pop, ni te cuento. De ello hacemos balance con el músico de Nigrán, que este fin de semana encabeza el cartel del FIV de Vilalba

26 abr 2024 . Actualizado a las 09:52 h.

Como los sabios estoicos, a estas alturas Iván Ferreiro es más que consciente de la relación causa-efecto que articula el universo. Desde lo infinito a la partícula más mínima, esa que tanto le fascina. Y sobre esa base científica y moral articula también su vida. Y su obra. Que reconoce cada vez más indisolubles. Con su último disco, Trinchera pop, batió récord de elogios. Y, lo más importante, le otorgó este inquieto sosiego del que ahora disfruta.

—Un año después, ¿sigues en la trinchera?

—Sigo, sigo. Soy una cosa medio rara, un tipo feliz dentro de una trinchera. Es un poco surrealista, pero estoy encantado.

—Qué bien escucharte lo de «feliz».

—Tengo la suerte de tener conmigo a una gente que toca increíble y cada día estamos mejor y disfrutamos más. Damos un poco de asco. Acabamos de tocar, nos abrazamos y todos decimos: «Qué contento, qué bien lo he pasado». Parecemos adolescentes.

—Quizá los adolescentes ahora ya no se manifiesten con esa efusividad.

—Yo creo que lo expresan de forma distinta. Yo me voy encontrando con bandas nuevas en los festivales y hablo mucho con ellos y hay una hornada de gente que disfruta muchísimo de la música. Sí que viven la popularidad de una manera distinta. Pero es que, a día de hoy, sobre todo, para los músicos que se basan en los streams y en sus redes, el entorno es mucho más duro. La cantidad de inputs buenos y malos que reciben es mucho más bestia. Yo me alegro mucho de que no existiera YouTube cuando yo empezaba. Mi curva de aprendizaje, con todas sus meteduras de pata, no está grabada en vídeo, no la puedes ver. Y eso es una bendición. Hoy, si un artista nuevo mete la pata, en las redes no hay piedad.

—Decías hace poco en una entrevista que si piensas en el pasado te entra vértigo de las barbaridades que hiciste.

—Absolutamente. En muchos aspectos. Yo con 18 años, bebía, me montaba en el coche con cualquiera, no me ponía el cinturón... Y ni siquiera éramos conscientes de que estuviera mal hacerlo. Esto se lo cuentas a un chaval de hoy y no le entra en la cabeza. Pero es que para los que los que tuvimos nuestra adolescencia en los 80 era todo muy bestia. Éramos una generación que buscábamos el caos. Éramos lo opuesto al paz y amor, al happy flower. De hecho, creo que la música de esa época lo refleja. Éramos una generación muy decepcionada. El no future de los Sex Pistols estaba en nuestro ADN.

—A la de ahora, en cambio, la llaman la generación de cristal.

—Cuando oigo eso pienso: «Ojalá me hubiera tocado a mí una generación en la que poder decir que estoy un poco deprimido, de bajona o que me da miedo que me deje mi novia». En mi generación, mostrarte débil era tu sentencia de muerte. Yo era un tipo bajito y la manera de sobrevivir en el instituto era meter la hostia tú primero. Mi actitud era la de un tío con un cuchillo entre los dientes. Sé que suena horrible, pero entonces no había educación emocional. Y tampoco entre los amigos nos contábamos las cosas que nos pasaban por la cabeza. La soledad, la desesperanza, el miedo... Eso no lo comentabas con nadie. Realmente, no deberíamos sentirnos orgullosos de aquello. Al contrario. Cuando escucho a gente que dice: «Ojalá pudiera volver a los 15 años», yo pienso: «Ni de broma».

—Has reconocido que a lo largo de tu vida y tu carrera has tenido que desprenderte de muchos demonios. ¿Aún te quedan algunos que te atenacen?

—Sí. Supongo que hay demonios que se quedan ahí para siempre. Y luego, claro, me he deshecho de algunos, pero llegan otros. A medida que me hago viejo, me llegan problemas y miedos nuevos. Trato de limpiarme todo lo que puedo, pero cada equis años tengo que volver a mirar para adentro y ver qué me está distorsionando la vida. Es una putada, pero creo que todos tenemos una cierta tendencia a jodernos la vida a nosotros mismos.

—¿A quién ves ahora al otro lado de la trinchera, en primera línea del frente?

—Yo siempre he tenido delante el mismo enemigo, que es la autoridad. Considero que el arte está para enfrentarse a la autoridad. Enfrente de mí no está ningún músico, ningún cineasta, ni ningún bailarín. Están el poder y la autoridad.

—«Puede la cultura meterte en un problema», dices en una de las canciones del disco. ¿Te ha ocurrido alguna vez?

—Sí, claro. Pero es que la cultura mete en problemas. Y no me parece mal que lo haga. La cultura sirve para que pensemos y para definirnos. La cultura crea opinión. Y dar mi opinión me ha metido en un montón de problemas. Lo curioso es que yo hablo sencillamente desde el lugar de un cantante escritor de canciones, pero se me da más importancia a mí que a las barbaridades que dicen los políticos. Como dice Nico Pastoriza, estamos en una época donde los roqueros tienen que hablar como políticos y los políticos hablan como roqueros.

—Cuando publicaste «Trinchera pop», escandalizó mucho más el término «pop» que el de «trinchera».

—Ya, me pasó incluso con mi banda. Cuando les dije que se iba a titular así me dijeron: «¿Pero cómo que pop, estás loco?» [se ríe]. Parece que el pop es el gran apestado de los estilos musicales, cuando realmente lo engloba todo. Es curioso cómo la gente de mi edad sigue pensando que el pop es la serie B, el Hacendado de la música. Si haces rock estás haciendo algo muy serio, pero si haces pop eres lo último. Pasa también con las tribus. Da la sensación de que el pop es adonde van los que no son nada. Es absurdo. Para mí el pop es todo lo que entra dentro de la memoria colectiva de la sociedad. Hasta el punto de que considero que muchas canciones de rock son parte de la música popular. Y otro tanto ocurre con el folk, que no es otra cosa que la música popular que se hacía antes de que existieran las guitarras eléctricas. Yo sostengo que Martín Códax fue el primer artista de pop de la historia.

—¿Y la electrónica? Cada vez se te ve más unido a tus «cacharros».

—Durante muchos años he estado buscando cuál era mi instrumento y he descubierto que lo son las máquinas. Llegó un momento en mi vida en el que me saturé de hacer canciones. Es muy difícil hacer canciones todos los días a no ser que seas un genio como Brian Wilson o Paul McCartney. Y las máquinas me permiten relacionarme con la música todo el día sin tener que hacer canciones. Con el tiempo he descubierto que no me gusta demasiado escribir. Sufro mucho con la página en blanco. Disfruto cuando ya sé lo que quiero contar, pero hasta entonces sufro mucho. Y además, con las máquinas no hace falta saber tocar muy bien. Yo, de hecho, recomendaría a todos los padres que quieren que sus hijos se acerquen a la música que les regalasen algo electrónico. Hay muchos niños que no han acabado siendo músicos por la lentitud y el sacrificio del proceso de aprendizaje de un instrumento. En ese sentido, la electrónica democratiza mucho la música.

—En el 2017 me decías «hay festivales que están pagando demasiado dinero por la exclusividad de algunos grupos». Fuiste un visionario. Mira tú adónde hemos llegado.

—Es un tema supercomplejo porque por un lado los festivales nos dan de comer, pero, por otro, creo que a veces están desvirtuando la música. Yo hago un montón de festivales, pero cuando llega octubre y noviembre y hago la gira de salas siempre digo: «Hostia, esto es a lo que yo me dedico». A mí lo que más me molesta de los festivales es la entrada de los fondos de inversión. Eso me tiene bastante alerta. Yo recuerdo que antes, cuando iba a los festivales, siempre venía el que lo organizaba, que solía ser alguien de la zona, alguien melómano, alguien que tenía un sueño. Ahora voy a muchos en los que no aparece nadie por allí. Hay festivales que se han convertido en el refugio de alguna gente para ganar dinero. Gente a la que no le importa la música. A día de hoy, hay veces que el festival le compensa más a las marcas y a los fondos de inversión que a los artistas. Es más, yo estoy convencido de que hay festivales en los que gana más el que hace las pulseras que ningún grupo de los que tocan en él. Como también creo que hay festivales que han reventado el mercado y que por su culpa ya no estamos viendo a grupos internacionales en salas. Porque imponen su exclusividad y con ello se están cargando un tejido muy importante, que es el de las salas. Yo estoy a favor de todo, pero debería haber un equilibrio.

—El equilibrio es imposible, sentenciaste una vez.

—En este caso, bien haríamos en intentarlo, lo que está pasando es muy bestia.

—El disco ya tiene un año y la promo ya está hecha, la gira ya está rodada, los festivales contratados… ¿En qué andas ahora?

—Por un lado, voy a mezclar un par de discos que grabé, el concierto del Wizink y el de la sala Razzmatazz. Y, por otro, sigo haciendo cosas con mis máquinas. Estoy con Amaro empezando a definir de qué queremos que vaya el próximo disco. Es un proceso en el que cada vez empleo más tiempo. Pero trabajar, trabajo siempre, aunque parezca que no lo hago. Estoy viendo películas, estoy leyendo, estoy oyendo música, estoy andando en bicicleta, estoy yendo con mi perrita a la playa, estoy disfrutando de mi chica y de mis hijos... Estoy viviendo. Y para mí, cada vez la vida se distingue menos del trabajo.