El frío llegó de golpe, corriendo, como si se le hubiera echado el tiempo encima. No está bien una Navidad en ropas ligeras salvo que vivas en el hemisferio sur, como los protagonistas de Las viudas de los jueves, la novela de Claudia Piñeiro. No sé por qué se me vinieron a la cabeza ahora, quizás porque es en Navidad cuando su mundo de lujo y fortuna se desmorona y por la nieve de mentira que tanto tiene que ver en la historia, al menos en la versión adaptada a la televisión. El libro lo leí hace tiempo, mucho para recordar los detalles, pero poco para olvidar la capacidad de la argentina para montar una trama que avanza sobre su capacidad para mostrar tipos humanos y esculpir sus miserias con el bisturí de la palabra. Nadie hace los diálogos como ella, es una maestra en hacer hablar a la clase alta que se pasa la vida intentando tapar sus grietas hasta que se hacen tan grandes que el edificio se desmorona y la estructura queda al aire, envuelta en ceniza.
Siempre hay algo de mentira en los relatos de éxito y en las sonrisas de Instagram, aunque siempre es mejor eso que los lloriqueantes profesionales que se pasan la vida gimoteando para llamar la atención. En cualquier caso, públicamente nos lamentamos por lo que nos pasa, pero no por lo que somos, eso lo guardamos solo para nosotros; nuestro verdadero yo es un secreto inconfesable que solo dos o tres personas descubren, con un poco de suerte una de ellas es uno mismo. Yo me conozco tan poco que, cuando me preguntan si me gusta la Navidad, no sé qué contestar y miro a los lados buscando algo que me dé la respuesta y creo que sí, que me gusta poner el árbol y las luces amarillas y la tendencia a la alegría, y el turrón de chocolate y sentarme con mis tesoritos a ver Love Actually. Mi Tormentito la ve seis o siete veces cada diciembre desde que era pequeña. El otro día la abuela le dijo que en esa película todos tienen algo que ocultar, aunque a ella también le gustó. Cualquier tarde mejora con Colin Firth en la tele y alguien a quien abrazar en el sofá.