No creo en más vida que la de la carne, pero en la brevedad de nuestra existencia está bien que al menos quede un nombre grabado en la piedra. Será por eso que me gustan los cementerios, aunque no sé desde cuándo. Creo que a esta afición he llegado tarde, como al alcohol o al brócoli o al sexo sin amor.
Recuerdo aquel camposanto en el kibutz, la tierra prometida y sin cruz cubriendo cuerpos antiguos y los nombres de los primeros pobladores repintados y borrándose sobre maderas carcomidas. Mi madre a mi lado, paseando entre las hierbas secas en aquel atardecer extraño de Oriente Medio.
Después no sé qué vino, quizás seguir la huella de Vila-Matas siguiendo la huella de Herman Melville, que a su vez siguió la huella de los muertos hasta Woodlawn. Iba sola, Nadal jugaba la final de Roland Garros y en Nueva York hacía calor. En el Bronx también y el verde del cementerio era tan inabarcable que me perdí entre lápidas enhiestas.
Nunca se me dio bien la perfección y Melville, como Bartleby, prefirió no aparecer.
En Ginebra, Borges comparte espacio con una prostituta. Apenas entras en el Plainpalais te tropiezas con ellos, extraña pareja de eternidad que pasa la noche oscura del alma bajo un if que florece en rojo los años impares.
En Montreux, el autor de Lolita descansa en la ladera de una montaña. Subir hasta allí requiere de mucha intención o de mucho fetichismo. A quien venía conmigo supongo que le hizo falta el amor. Si le compensaron o no las vistas sobre el lago Leman, no lo sé. Las mariposas daban giros sobre las adelfas contentas de que Nabokov, por fin, no las pudiera cazar.
Suiza parece el destino favorito para morir. Graham Greene, Agota Kristof, Chaplin, Coco Chanel, Patricia Highsmith.
Fluntern está en una colina en las afueras de Zúrich, muy cerca del edificio de la FIFA. A mí no me gusta el fútbol ni he leído el Ulises, pero no paré hasta encontrar la tumba de Joyce, que murió diez años antes que Nora, ciego de literatura, enfermo de pasión y peritonitis.
Al cementerio de Glasnevin en Dublín iré algún día, como Mr. Bloom, aunque yo nunca seré eterna como él.