La aventura namibia de Correa Corredoira

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Vieron su rosa de los vientos de la torre de Hércules y quisieron hacer una réplica en Lüderitz (Namibia). El pintor gallego los convenció de que era imposible y les propuso hacer una verdadera rosa namibia. Este es un viaje a la globalización del arte

14 jul 2018 . Actualizado a las 01:21 h.

Una rosa de los vientos a los pies de la torre de Hércules. No sé lo que contarán los guías turísticos sobre esta obra única del pintor gallego Xabier Correa Corredoira, (A Coruña, 1952). Sé lo que me contó él en su estudio de piedra de la aldea de Vilar de Locrendes, en varias conversaciones, en invierno y al principio de la primavera, al calor de la lareira y de varias infusiones de jengibre y limón. El entorno de la torre era muy familiar para él. Su padre era armador, y cuando sus barcos volvían de la marea, los esperaba, impaciente, desde esa gran atalaya frente al mar. Correa era el niño que escuchaba en el coche las conversaciones de su padre con los patrones por la radio costera. Cuando llegaba el silencio, siempre hacía la misma pregunta:

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-Papá, ¿dónde está el norte?

«Entonces mi padre se bajaba del coche, respiraba hondo, y lo señalaba: ‘‘Allá hijo. Si navegamos en línea recta llegamos a Irlanda”. Yo flipaba con mi viejo», dice. Correa repetía esa pregunta cada vez que iban a la torre a ver los barcos llegar. Y su padre nunca le dijo que era un pesado, que ya era suficiente. Cada vez que se lo preguntaba cumplía con el protocolo sentimental de salir del coche, aunque hubiera temporal, para señalarle a su hijo el norte. Así nació en realidad la magnífica rosa de los vientos a los pies de la torre de Hércules.

Veintiséis años después de que Correa terminara esa plaza concebida para intentar entender el viento, la actual directora de la torre de Hércules, Ana María Santorun, llamó por teléfono a Correa. Le dijo que alguien que venía de Namibia, Ángel Tordesillas, estaba interesado en hablar con él. Le había fascinado su rosa de los vientos, y quería hacer una similar en la plaza del museo marítimo que estaban construyendo en Lüderitz, en una antigua central eléctrica restaurada.

Tordesillas había sido gerente de Pescanova en Namibia. Ya está jubilado, pero sigue vinculado a distintos proyectos en ese país. El pintor se lo dejó claro: «No se puede hacer allí una igual. Esa rosa ya no es mía, es de los coruñeses». Le explicó que está inspirada en la simbología celta, adaptada a la historia de la ciudad, enraizada en la cultura del atlántico norte. Le dijo que para hacer una rosa de los vientos namibia tenía que pisar Namibia. Quienes conocen a Correa saben que es una persona auténtica, con raíces en la tierra y en el sentido común.

La misión que le encargaron a Correa dentro del proyecto artístico para el paseo y el entorno de la torre no era una plaza, ni una rosa. Era una antigua cantera sobre la que le pedían que hiciera un mural. No se le ocurría nada. El emplazamiento no le inspiraba. «Fui allí cuando estaba la proa del Mar Egeo echando chorros de espuma por los agujeros del ancla, como un Leviatán partido. Me puse delante de la cantera y vi la torre de Hércules ya encendida, volteando la luz al atardecer. Y entonces me pregunté qué iba yo a hacer en esa cantera cuando todo el foco de atención se va hacia la torre. Lo único que se me ocurría era hacer el escudo de A Coruña a lo bestia, con una calavera enorme en la cantera. Un kitsch», recuerda. Caminando por la cantera comprobó que habían echado escombros. Y entonces surgió la idea. «Vosotros tapáis la cantera y después tapo yo el escombro con una plaza», les dijo. «Me fui a casa y dibujé la plaza. Y vi la rosa de los vientos».

No es tan raro que un artista se niegue a repetir lo irrepetible. En estos tiempos parece muy honesto, pero en realidad esto es lo normal. Tordesillas invitó a Correa a visitar Namibia, en diciembre, en pleno verano austral. Y Correa hizo un largo viaje para volver a encontrarse con el mar, mientras digería esa extraña paradoja de haber creado una rosa de los vientos que miraba hacia el norte, como su padre, para ahora, después de tanto tiempo, tener que pensar en el sur.

Antes de ese viaje Correa no sabía nada de Namibia. Cuando volvió, Namibia era tan familiar para él como la aldea de Vilar de Locrendes, en Oza-cesuras, donde su hermano Salvador restauró la casa de piedra con un tejado ondulante, para que se pareciera a la casa de Van Gogh. El mar siempre acompaña al pintor gallego, aunque viva tierra adentro. Correa llegó a Namibia, vio su inmenso desierto acariciando el mar, y fue entonces cuando pudo pensar en otra rosa de los vientos. En su rosa del sur.

«Hay agua en el desierto, pero hay que saber encontrarla. El desierto tiene más vida de lo que parece. Es como un océano. Cruzarlo es una forma de navegación, y los bosquimanos van escondiendo huevos de avestruz con agua para sobrevivir», dice el pintor, que gesticula entusiasmado por su aventura namibia y por estos caminos invisibles en medio de la nada. Volverá a África en noviembre para empezar a confeccionar la rosa. El material -vitrocerámica- se ha comprado en España e irá a África vía marítima.

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La rosa de los vientos namibia será algo más pequeña. Tendrá 12 metros de diámetro frente a los 20 de la coruñesa, unos 112 metros cuadrados. El arquitecto del museo, el sudafricano Phill Mashabane, autor de diversos proyectos relacionados con Mandela, ha diseñado el emplazamiento. La rosa se levantará en una terraza frente al mar, y parte de ella quedará suspendida sobre el océano.

Los cuatro principales cuadrantes tendrán motivos namibios. Los cetáceos, tan presentes en la obra de Correa, estarán en el oeste, en una esfera que será mitad desierto y mitad mar. Pero es un cetáceo con cabeza de oryx, simbolizando ese encuentro entre el desierto y el mar, con ríos como el Orange, «que vomita diamantes al océano», recuerda Correa, fascinado con la idea de que América y África se separaron justo aquí, y ese trauma geológico se refleja en la abundancia de diamantes. Es el desierto más antiguo del planeta. Cuando los dinosaurios se estaban extinguiendo, él ya estaba allí, con sus arenas rojizas por su alto contenido en hierro. El oryx es un antílope del desierto «con la pureza de un unicornio».

PLANTA RESISTENTE

En la parte del desierto, al este, está la welwitschia mirabilis, una planta que coloniza las zonas áridas porque se ha especializado en absorber las minúsculas gotas de agua de las espesas brumas que se forman en el mar. La corriente fría de Benguela choca con masas de aire calientes y húmedas, formando estos bancos de niebla que después el viento se encarga de ofrecer al desierto. La welwitschia es un símbolo nacional namibio, quizás por su capacidad para adaptarse a lo imposible. Una prueba de que la vida puede presentarse donde menos se la espera. «Los namibios han sufrido mucho a lo largo de su historia, pero han sabido reponerse», dice. La welwitschia, con su sacrificada, casi monacal vida vegetal, puede llegar a vivir hasta 2.000 años.

Al norte se sitúa una pieza de arte rupestre africano de las que se encontraron en las cuevas conocidas como Apolo XI, porque se descubrieron cuando la primera nave espacial aterrizó en la luna. Está realizada sobre plaquetas de piedra. Al sur, la constelación de la Cruz del Sur. La rosa estará acompañada por un poema nama, en su lengua original. En los otros tres cuadrantes se traducirá al osiwambo, al herero y al inglés.

«Namibia tiene algo de originario y eso es lo que me está enganchando. Ya estoy pintando en namibio», dice Correa, que ya acumula unos cuantos cuadros inspirados en ese país. Con el tiempo, sin duda, habrá que hablar largo y tendido de la etapa africana de Correa Corredoira.