Un hombre bueno y ejemplar

Chema Paz Gago

FUGAS

Alfredo Conde afronta la biografía de un ser anónimo y casi gris, el controvertido sacerdote ourensano Benigno Moure.

26 ene 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

 Alfredo Conde ya había revisitado el género biográfico, desde la introspectiva Azul cobalto. Historia posible del Marqués de Sargadelos (2001) a la trepidante María de las Batallas (2008). Esta vez no aborda la biografía de un noble ilustrado ni de una heroína, sino la de un ser anónimo y casi gris, el controvertido sacerdote ourensano Benigno Moure. Dificultad añadida que el Premio Nacional de Literatura supera con creces para mostrarnos, con límpida asepsia, que tras el anonimato y la discreción se esconde un gigante, un revolucionario social y un santo, un santo de los de verdad. Personaje silencioso y hermético, el novelista se ve obligado a bucear en la vida del creador de la Fundación San Rosendo que hoy posee 70 residencias destinadas a la tercera edad y a enfermos afectados por las más duras afecciones psíquicas o físicas. La intriga se centra en el juicio que Moure sufrió en 2008 por un supuesto delito de apropiación indebida, haciendo saltos temporales a su infancia, a sus estudios en el seminario o a sus años de dedicación a Cáritas primero y a su Fundación después. Con esta hábil técnica, Conde mantiene el interés del lector. Una sintaxis compleja expresa la retranca propia de lo que Luis G. Tosar o Antonio Piñeiro, sus ideólogos, llaman la ourensanía, propiedad intrínseca a las habitantes de la Ciudad de las Burgas, perfectamente retratada en estas páginas. Una vez más se demuestra que la contradicción es el signo de la santidad. Con paciencia y silencio Benigno Moure soportó el egoísmo pacato de una parte de la sociedad ourensana, la indolencia de la justicia e incluso los embates del onanista sindicalismo nacionalista. Sin beaterías ni militancias partidistas, Alfredo Conde ha sido capaz de reconstruir magistralmente la discreta biografía de un hombre bueno y ejemplar para mostrarnos en toda su grandeza una labor gigantesca, en lo humano primero y en lo divino después.