Cuando Nixon abrazó a Elvis

José Luis Losa

FUGAS

CEDIDA

Un repaso a los actores que mejor han encarnado a los inquilinos de la Casa Blanca, con lugar de honor para el Clinton que metamorfoseó Travolta

03 sep 2016 . Actualizado a las 13:31 h.

Se estrenaba el pasado fin de semana Elvis & Nixon, una película en clave de comedia que fantasea con una de las fotos más populares de la Norteamérica de los 70: aquella en la que el rey del rock, aquí encarnado por Michael Shannon, fue recibido por Richard Nixon en la Casa Blanca con un apretón de manos inmortalizado como un fotograma bizarro. El rol de Nixon lo asume Kevin Spacey, en un link que permite contrastar como Spacey transfiere u oculta los registros de su presidente de ficción, el por tantas razones singular Frank Underwood, a la hora de asumir la figura verídica de Nixon. El de Nixon es, junto a los de Lincoln y Roosevelt, el rostro presidencial ante el cual mayor fascinación ha sentido la ficción de Hollywood. Aunque la representación más metódica e intensa del republicano pase por ser la que a punto estuvo de conducir a Anthony Hopkins a su segundo Oscar en el mastodóntico retrato de los últimos días filmado por Oliver Stone, a mí me produce una atracción especial el trabajo que borda Frank Langella en Frost versus Nixon, el filme de Ron Howard que adapta la pieza teatral de Peter Morgan donde se reproducen las entrevistas que el entonces presidente concedió al correoso y vitriólico periodista británico David Frost, dos sesiones que entraron en la historia de los debates televisivos donde dos mentes poderosas confrontan estrategias. Langella me parece uno de los más brillantes actores norteamericanos del último medio siglo. Su dedicación al teatro nos ha privado de una filmografía más densa pero, con todo, se puede apreciar su sutileza casi inabarcable en papeles como en la némesis del zaherido Humbert Humbert que encarna Jeremy Irons en la Lolita de Adrian Lyne, en el villano divertidísimo que asume en Dave, presidente por un día o, remontándonos más atrás, como el Drácula injustamente olvidado de John Badham.

Lo que Langella hace con su Nixon ya sentenciado políticamente es un prodigio de finezza del cine de nuestro tiempo y es fácilmente recuperable porque está editado en España. Pensaba en lo relevante que en Estados Unidos suele ser para un actor abordar la composición de un presidente. Suele tratarse de retos mayores, sobre todo cuando el referente es tan contemporáneo que se puede contrastar desde la butaca la gestualidad del personaje con lo que el espectador retiene del informativo que acaba de ver en el sofá.

En esta línea, creo que hay otra proeza en lo que un actor tan frecuentemente cuestionado como John Travolta realiza atrapando el espíritu del más puro Bill Clinton en la excepcional Primary Colors, de Mike Nichols. Es verdad que en esa película tiene un contrapunto no menos proteico en Emma Thompson, que digiere la esencia de su entonces solo compañera de viaje Hillary. Y del virtuoso y complejísimo dueto obtenemos cine de lucidez especular. Y es otro filme al que creo que nunca se le ha reconocido en su justa medida su grandeza de aliento casi fordiano.

Conservo en la memoria lo que aquel coloso del Hollywood clásico llamado Fredric March alcanza al interpretar a un presidente imaginario (pero en el cual es evidente que existe una inspiración clara en Lyndon Johnson) que afronta un golpe de estado militar en la obra maestra de John Frankenheimer Siete días de mayo. Aquel tour de force de un muy veterano Fredric March, en el que fue su penúltimo gran trabajo, confrontado con actores voraces como Kirk Douglas y Burt Lancaster, acorralado en un Despacho Oval convertido en cámara sellada (la idea de ese tejerazo a la americana es de Rod Serling, maestro de la ciencia-ficción, autor de la idea de la Estatua de la Libertad en la última playa de El planeta de los simios o de la serie Twilight Zone), es ya historia mayúscula del cine del siglo XX. En el tiempo reciente no cabe duda que ha dado a alas a los proyectos de biografías del género el Oscar que el londinense Daniel Day-Lewis se llevó para su colección por el Lincoln de Spielberg, en mi opinión la cinta más plúmbea y dramáticamente inane del director. Pero Daniel-Day Lewis, viejo zorro de su oficio, arqueaba la columna (mientras en los escaños los representantes del pueblo recontaban aburridas series de votaciones en un ejercicio argumental para mí absurdo cuyo significado era un arcano) y el perfil de Lincoln como un olmo noble se llevó el gato al agua tocando fibra patriótica. Personalmente, entiendo que no hay ni una línea de comparación entre el Henry Fonda de la sensacional El joven Lincoln, de Ford, y la fruslería ampulosa de Spielberg.

El gran Fonda fue nuevamente el atribulado inquilino de la Casa Blanca en Punto límite, una magnífica película de Sidney Lumet de 1964, con una amenaza de guerra nuclear entonces candente tras la reciente crisis de los misiles. Pero, paradójicamente, en el tramo final de su vida, la industria lo reclutó una y otra vez para que apareciese como «el presidente», por aquello de su auctoritas, en minúsculos papeles insertados en pésimas películas del subgénero de catástrofes en los cuales Fonda ocupaba un par de secuencias para no poder evitar como la nación era asolada por meteoros o maremotos. Hay una explicación para que en Hollywood se prodiguen ahora los filmes de orden presidencial (ahí está la aquí inédita Hyde Park con Hudson, con Bill Murray como Roosevelt) y durante décadas apenas se tratasen: en 1944, el magnate Darryl F. Zanuck preparó una superproducción sobre el padre de la Sociedad de Naciones, Woodrow Wilson.

Filmada, además, como arenga en plena Segunda Guerra Mundial, la película de casi 3 horas de metraje supuso el mayor descalabro económico que Hollywood había conocido (aún no exístian Cleopatra o Heaven´s Gate). Desde entonces, y a lo largo del tiempo, el cine vinculado a la Casa Blanca se asoció como veneno para la taquilla. Cuánto han cambiado las cosas, ahora que Kevin Spacey reina en televisión y abraza a «la pelvis» en la pantalla grande.