El amor y la vida ante el espejo

CÉSAR ANTONIO MOLINA

FUGAS

10 jun 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

En 1699, cuando Jonathan Swift tenía 32 años, escribió una lista de cosas que no debería hacer cuando fuera mayor. El autor de Los viajes de Gulliver había nacido en el año 1667 y falleció en el 1745. En total son 17 mandatos entre los que yo destacaría, al menos, estos cinco: «No ser desagradable, taciturno ni suspicaz»; «No contar la misma historia una y otra vez a la misma gente»; «No ser excesivamente severo con la gente joven»; «No hablar demasiado ni de mí» o «No empeñarme en cumplir todas estas reglas, no vaya a ser que al final no cumpla ninguna». Pero la primera de la lista es la que afirma rotundamente «No casarme con una mujer joven». Con respecto al amor, el escritor satírico irlandés ofrece otras dos opiniones: «No alardear de mi antigua belleza, fuerza o favor con las damas», y «No escuchar adulaciones ni concebir que puedo ser amado por una mujer joven; et eos qui hereditatem captant, odisse ac vitare».

Maurice Russell (Peter O´Toole, extraordinario en uno de sus últimos papeles) es un viejo y famoso actor que se enamora de la hija de la sobrina de su mejor amigo. Chica muy joven, inculta, descuidada, impertinente, caprichosa y a la que, sobre todo, le gusta el dinero para gastárselo en los grandes almacenes. La muchacha es la pura vacuidad. La madre se la ha enviado a su hermano para que la cuide y, a la vez, el tío le haga de maestro. Sin embargo el pigmalión será Maurice. El viejo actor está en las últimas y, además, acaba de ser operado de la próstata, por lo que su acción sexual ha desaparecido, pero no así la capacidad de enamoramiento. Maurice sabe que ahora, más que nunca en la vida, está condenado a muerte. Y la única tregua que esta le puede dar es coquetear con la muchacha, aunque mal encaminada, cargada de plenitud vital. Jessie es rebautizada por Maurice como Venus. Venus, la diosa romana e itálica de la gracia y del amor. Venerar el encanto, aquello que es agradable frente a los dioses. Afrodita griega traspasada a Venus. Maurice no quiere reeducarla porque para él todos los pecados que ella tiene son producto de la juventud. Maurice quiere, cortejándola, apoderarse de parte de su fuerza vital sin ejercer de maestro, pues sabe que todo conocimiento fracasa frente al tiempo. Maurice revive tocando sus manos, viendo sus pechos o asistiendo a otros juegos eróticos a los que ella primero se presta por interés económico y luego por piedad. Maurice la ayuda a buscar trabajo y la coloca como modelo de artistas. Venus-Jessie no se da cuenta de que es, para Maurice, una diosa reencarnada, nada menos que la diosa del amor que nuevamente ha bajado a la tierra para aminorar (aunque la mayor parte de las veces es para empeorar) el sufrimiento de los mortales. Jessie posa como la Venus del espejo de Velázquez.

Insensible Venus

Esta Venus, casi proletaria, es extraordinariamente cruel con el despojo de hombre en que se ha convertido Maurice. Desde el desapego o la frivolidad se deja querer, se deja desear. Como representación de Eros lleva a los mortales a la estupidez y a la desesperanza. Maurice le confiesa a la muchacha que, para la mayoría de los hombres, el cuerpo femenino es lo más hermoso que verán en su vida. Jessie, la insensible Venus, le pregunta a su interlocutor -«¿Qué es lo más hermoso que una mujer ve?», y le insiste -«¿Lo sabes?». Maurice responde con rotundidad -«El primer hijo».

Maurice lleva a la muchacha a Londres, le enseña los museos donde se aloja su estirpe mitológica, le habla de la belleza del mundo pero, Venus, esta Venus descarada, se queja de que no la lleva a donde verdaderamente quiere ir, a Zara. Ovidio ya lo dijo, de nada valen grandes poemas si no hay regalos por medio. Maurice la invita a almorzar a un antiguo y reputado restaurante donde han comido generaciones de grandes escritores cuyas fotos cuelgan enmarcadas de las paredes. En vez de Jessie mostrarse agradecida y admirada, le dice al viejo verde -«¿Quiénes son esos desgraciados?» Maurice no hace bueno de ella, no quiere hacer bueno de ella pues perdería toda la espontaneidad, toda la gracia y la vitalidad que, en parte, el viejo actor vampiriza. Jessie es una especie de donante de sangre para este enfermo terminal.

«Estoy listo para morir y nada sé sobre mí», le dice Maurice a su viejo amigo Ian, el desolado tío y responsable de la descarriada. Ian le responde a Maurice que no se queje pues fue amado, fue adorado. ¡Qué más se le puede pedir a la vida!

Impotente, incontinente, el viejo león desdentado que es Maurice no soltará a su presa. No le oculta nada a la muchacha y, además, le advierte que sigue teniendo un gran interés teórico por el erotismo-sexo-amor. ¿A un condenado a muerte se le puede negar alguno de sus deseos? Maurice solo quiere tocarle las manos a Jessie, abrazarla, ver su cuerpo desnudo como si estuviera contemplando un cuadro. Esa devoción por parte de una persona famosa va haciendo mella en ella. ¿Quién la ha tratado nunca mejor? Cuando Maurice sale del hospital herido ya mortalmente en su condición de hombre, Jessie le pregunta interesadísima si pensó en ella en aquellos momentos tan difíciles. Maurice le confiesa que fue en lo único que pensó todo el tiempo y, para asegurárselo, le describe pormenorizadamente todas las partes de su cuerpo imaginadas por él. Entonces, Venus le otorga el favor, como agradecimiento, de que le toque sus manos.

Maurice se va despidiendo de su entorno. Va a ver a su ex-esposa, con la que tuvo tres hijos a los que abandonó, y le pide perdón. Esta otra vieja Venus, encarnada como siempre maravillosamente por Vanessa Redgrave, le perdona pero le echa en cara que siempre antepuso su placer. Maurice sigue tonteando con la muerte y con Venus. Maurice le da celos a la muerte con Venus. Entonces la muerte se venga poniéndole a un difícil contrincante. En la vida de Jessie surge un muchacho tan inconsciente y perdido como ella. Quieren utilizar la casa de Maurice para los encuentros furtivos. Al principio Maurice accede, pero luego entra en cólera, se pelea con el joven y sale mal parado. Jessie accede a cuidarlo. Permanece en coma durante varios días. Venus trata de reanimarlo, traerlo de nuevo a la vida de la única manera que ella sabe, desnudándose e incitándolo a que la vea. Maurice no responde. Días después, cuando parece que su mejoría se asienta, le habla entrecortadamente a la muchacha. Le pide que lo ayude a vestirse y que se marchen a la playa en pleno invierno. Van en tren a la costa, comen y él se dispone para su partida definitiva.

Le pide a Venus que lo descalce para sentir, por última vez, la sensación de la arena de la playa y el gélido mar. Finalmente se sientan en un banco de piedra. Maurice la abraza y se muere. ¿Muerte o suicidio? La muerte no se siente como liberación, el suicidio sí. Maurice no desea la muerte, pero sí la liberación para mantener la dignidad. El amor tan poderoso como la muerte, pero no más poderoso. Venus no más poderosa que Tanatos, ni tampoco que Eros. Pero Maurice ha muerto heroicamente luchando por la vida.

Enfrentarse a la muerte

La muerte da sentido a la insípida vida. Maurice vivió, permanentemente sumergido en el deseo; porque desear es no querer morir. Maurice se dejó engañar por ese deseo, porque lo que esperamos de un deseo es, precisamente, que nos engañe. Que se realice o no, no es una cuestión importante; lo fundamental es que nos ayude, nos vele la verdad. Si nos la aclara no cumplirá con lo que le demandamos. Maurice deseaba, amaba a la muchacha a sabiendas de su impotencia; pero él a lo que en realidad amaba era a la vida. Venus es la vida, la fuente de la vida.

Todo en el fondo se reduce al deseo, a la fuerza del deseo, todo lo demás es casi innecesario. Maurice no pedía amor sino piedad para enfrentarse a la agonía de la muerte. Maurice no es un cínico que la desprecia, sino un estoico que la asume, pero abrazándose al cuerpo fresco de la canción sin muerte.

«VENUS» (2006). Roger Michell. Escrita por Hanif Kureishi