Un día de furia

Maxi Olariaga MAXIMALIA

FIRMAS

14 sep 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

No, no se crea. No voy a hablarles del filme de Joel Schumacher que protagonizaron solventemente Michael Douglas y Robert Duvall en el que se narra la historia de un hombre al que el día de trabajo y sus circunstancias se le van torciendo. Malos modos, tráfico imposible, peleas ajenas, retrasos imprevistos, frialdad, desamor, rutina maldita. Todo ello destilado, batido en una coctelera oxidada y servido en una copa de espinos con dos cubitos de fuego, abrasa el aliento del protagonista hasta activar el remoto circuito que recorre las regiones más inexploradas del alma humana. Las grutas insondables del espíritu en las que reside encadenada la ira.

Un mal día, una sucesión de horas que discurren marcha atrás en el reloj de la vida, el chispazo fugaz que prende en la boca reseca de la Hidra que parece hibernar en lo más profundo de nuestro ser, provocan sin causa aparente el estallido de la ira, y la furia incontenible nos abandona como un vómito negro que contamina, quema y fulmina a quien alcance.

He visto esta semana las atropelladas colas de las familias acompañando a sus hijos en su primer día de furia. Su primer día de escuela. Gritos desesperados de los niños que parecían salir de la garganta de algún demonio interior, rabietas incontroladas, alguna patada, algún mordisco a sus padres a los que hasta ayer regalaban besos y confiaban el mantenimiento de su vida. Un día de furia en versión infantil del que me alejé meditando en qué les esperaba a aquellos debutantes y a sus padres en el futuro que acababa de arrancar de la salida del presente.

De todo habría entre aquellos inocentes que iban enseguida a hallar que el supuesto matadero al que creían les habían conducido sus amados, no era sino un palacio de las maravillas construido con lápices de colores y papel ilustrado con imágenes de peces, plantas, fieras, cerditos y conejos sabios que les guiarían por el intrincado y espeso bosque del abecedario hasta que conocieran todos y cada uno de los árboles que, agrupados de una u otra forma, conformarían las más bellas palabras que su tinta aún virgen habría de trazar sobre las llanuras de un cuaderno blancas como el rastro de los cometas.

Pronto conocerían que en medio del jardín establece su reino el árbol del bien y el mal al que treparían a pesar de las advertencias de sus maestros. Comerían a hurtadillas de su fruto y desde ese momento quedarían expuestos al día de furia que guarda entre su afilada y tóxica dentadura el mal que frecuentemente nos domina.

Llegado a casa, me serví un café y abrí este periódico. En primera plana un titular lateral anunciaba que había explosionado otro día de furia. «Una mujer de Verín tuvo que ser operada de urgencia tras sufrir una paliza a manos de su hijo de trece años». Pensé que, diez años atrás, ella misma habría llevado a su hijo por primera vez a la escuela y le habría consolado en aquella hora contándole la vida de Alicia en el país de las maravillas. Con toda seguridad le habría advertido de que en modo alguno debería dejarse seducir por el poema de la Hidra que hallaría reptando entre las ramas del árbol más bello del bosque.