Siento una gran admiración por Tucho Calvo, escritor, periodista y editor que durante décadas fue una de las más sólidas columnas que sustentaron la cultura de la palabra en Galicia. Y siempre me entristece oírle decir que no está escribiendo nada, que no está trabajando en ningún nuevo libro. Tomamos café juntos, hace un par de días, en Cabanas —no muy lejos, por cierto, de donde tuvieron su residencia los últimos priores de Caaveiro, que no solían vivir con su comunidad monástica en el monasterio situado en el corazón de las fragas del Eume—. Y entre otras cosas hablamos, como siempre, de literatura (de la poesía de Méndez Ferrín, de las novelas de Lino Novás Calvo y de la Compostela de Ramón Piñeiro). Pero sobre todo hablamos del mundo del que ambos venimos, en el que las cosas importantes no precisaban de electricidad para funcionar y en el que la soledad —esa terrible enfermedad de este siglo de hierro que ahora habitamos— casi no existía. Me contó Tucho, por cierto, que su padre, además de haber ejercido, entre otras profesiones, la de carpintero, fue también louseiro, otro oficio que a mí me ha fascinado siempre, porque es el que hace que las casas, cubiertas de pizarra, parezcan estar todos los días muy cerca el cielo. Yo le comenté que carpinteros fueron tanto mi abuelo paterno como el bisabuelo de mi madre, y que louseiro fue un antepasado mío que en el siglo XVIII llegó a Santa María de Labrada, a una de las puertas de la Terra Chá, desde Forcarei, en la provincia de Pontevedra, allí donde nace el Lérez.
(Me olvidé de preguntarle a Tucho cuándo habrá en su pombal palomas de nuevo).