A mí me parece que quienes habitan lo que nosotros llamamos muerte, los que se han ido a vivir al otro lado del río, estarán con Dios —allí donde por fin uno averigua lo que todos sabremos más tarde o más temprano— o no estarán en ninguna parte. Pero también me parece que, a pesar de la distancia que ahora nos separa, nuestras voces pueden llegar hasta ellos y nos escuchan cuando los llamamos. Por eso es tan importante hablarles.
Es más: a veces creo, incluso, que algo de ellos, como un ronsel (iba a utilizar la palabra en castellano, estela, pero no significa exactamente lo mismo), permanece entre nosotros, en forma de eco, de aire, de susurro o de sombra.
Casi todos los días, y muchas noches, por donde discurre un aparente sendero que en realidad fue el canal del agua de un pequeño molino ya desaparecido, al atravesar la puerta entre dos mundos —a un lado, a Poniente, el mundo de hoy, regido por los calendarios, así como por las leyes de la física; al otro lado, hacia el Naciente, el mundo en el que fui aquel niño del que yo desciendo—, veo, allá en lo alto, el camposanto en el que descansan los míos: mi madre, fallecida tan joven, cuya voz ya casi no consigo recordar; Meu Padriño Ramón, Ramón O Panadeiro, que tenía un caballo rubio que sabía los caminos todos; Miña Madriña Carmen, Carmucha do Forno, que me enseñó de dónde vienen la lluvia y el viento: mi bisabuela, Madriña a Vella, que releía todos los años el Zalacaín de Baroja, y que en su juventud había sido lavandera; mi bisabuelo Cándido...
Miro las fotos que de ellos conservo, y ahora me reconozco en sus ojos. Quizás la eternidad también sea eso.