
Conforme los años pasan, cuando uno ya lleva tiempo jugando la segunda parte del partido, las magias que hacen mejores los días se van desvaneciendo, y los cielos suelen volverse, a cualquier hora, más grises. Pero esa ley, aun siendo tan inexorable como la de la gravedad, tiene también sus excepciones, como demuestra el hecho de que no afecte a los verdaderos prodigios. Por ejemplo, al cine. No sé si a ustedes les sucederá lo mismo, pero este que les habla, cuando va a ver cine al cine —es decir: cuando va a ver una película en una gran pantalla, en una sala a oscuras en la que la realidad pasa a un segundo plano y en la que la ficción se convierte en la mayor de las verdades posibles—, siente ahora la misma emoción que sentía cuando, de niño, acudía a salas que ya no existen más que en el recuerdo, como el Franlaza de Fene y el Perla de Perlío. Necesitamos soñar. Como dijo el poeta, quien no sueña, no vive. Y el cine, como la literatura, nos permite vivir otras vidas. Yo veo películas, sobre todo, en televisión. A veces, también en un ordenador portátil. Y, en ocasiones, hasta en la pantalla del smartphone. Pero ir a una sala de cine hace que las películas se conviertan casi en una parte de nosotros mismos.
Jamás olvidaré, por ejemplo, el día que vi en el Jofre por vez primera la Cleopatra de Mankiewicz. Una película protagonizada por Elizabeth Taylor y Richard Burton que se había rodado en 1963, pero que en los años setenta seguía triunfando en las salas de nuestro país. Como no olvidaré, tampoco, cuando unos años más tarde, a comienzos de los ochenta, vi Carros de fuego; esta en el Avenida, creo. ¡Qué maravilla, aquella!