La inocencia perdida

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

05 mar 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Últimamente no salgo de mi asombro por la noticia del pago millonario que el club de fútbol Barcelona le hizo durante años al vicepresidente del colegio de árbitros, un tal Negreira, el mismo nombre de mi pueblo que, hay que aclararlo, no tiene nada que ver con la estirpe ni procedencia de este señor. El motivo de este pago ilegal y mafioso resulta que era «controlar» a los árbitros que dirigiesen los partidos del Barcelona para que el equipo no fuese «perjudicado» en sus partidos por el colegiado de turno. El asunto huele a indecencia y estafa, pero aquí los organismos responsables que tendrían que estar encima de un asunto tan grave están esperando a lo que diga un fiscal y un juez. Y una cosa es la responsabilidad penal y otra la social por el escándalo y el desprestigio de nuestro fútbol en España y en todo el mundo. En cualquier país normal de nuestro entorno habría dimisiones y castigos deportivos a un club que no jugó limpio. Pero aquí, no. Parece que la corrupción no tiene importancia para las instituciones de nuestro país. Va a pasar con el fútbol lo que pasó con el ciclismo desde los casos de dopaje y engaños. Que cayó en un desprestigio social y deportivo del que va a tardar en recuperarse.

Y los aficionados al fútbol que, como yo, pertenecemos a un grupo romántico ya en extinción, nos cuesta mucho entender estas corrupciones mafiosas en un deporte que para nosotros fue siempre limpio y noble. Somos esa generación a la que el fútbol le llegó a través del misterio de la radio, que nos cantaba los goles de los domingos por la tarde desde un estante de la cocina-comedor. A los niños de mi pueblo también nos ayudó a mantener ese punto de inocencia un joven veinteañero que estaba encarcelado en el depósito municipal, en el bajo del actual ayuntamiento. Era asturiano y había estado trabajando de albañil en Bilbao. Conocía a Carmelo, a Garay, a Gaínza…, nombres legendarios para nosotros. Nunca supimos qué había hecho para estar preso, pero no debía de ser nada grave. La cara de buena persona que tenía y el buen corazón de Secundino, el municipal del pueblo, hicieron que, al atardecer, durante todo aquel verano, pudiese salir al callejón, al lado de la cárcel, donde los chavales jugábamos al fútbol. Al principio, al verlo, parábamos el partido y se ponía a hablar con nosotros. De fútbol, claro. Y cuando se animaba a jugar, lo hacía de portero, con el bando más flojo. Era un lujo y una garantía, lo paraba todo. Después nos hablaba de Carmelo, de su colocación entre los tres palos, de sus despejes de puño, de cómo paró aquel penalti… Y nosotros, en el eco de su narración, escuchábamos el rugido del estadio de San Mamés y los aplausos de una afición entregada… Y así a lo largo de todo un verano. Y cada día nos sorprendía con algo nuevo: Gaínza silbaba al hacer los saques de esquina, Carmelo se tocaba la visera cada vez que hacía una parada… Así, hablando de fútbol y jugando con nosotros, aquel chico se fue incorporando con naturalidad a nuestra vida pueblerina. Y el fútbol tenía para nosotros un aire de sencillez y de honestidad, algo que veíamos representado en aquel Atlético de Bilbao, cuya alineación sabíamos todos de memoria, y que se transparentaba en las palabras ingenuas de aquel preso honrado. Estos días, ante este espectáculo de corrupción que abochorna a todo un estamento deportivo, que pone en duda la honradez de los árbitros y la integridad moral de los presidentes de un club, me acordé muchas veces de la inocencia de todos los de aquel callejón, incluido el preso y el bueno de Secundino el municipal, que lo dejaba salir a airearse.